Opinión | El castillete

joseharohernandez@gmail.com

Franco murió; el franquismo, no

No, no es posible celebrar el fin de algo malo cuando, en realidad, sigue entre nosotros

El dictador Francisco Franco, aplaudido en una de sus apariciones públicas.

El dictador Francisco Franco, aplaudido en una de sus apariciones públicas. / EFE

Menudo empacho de exaltación monárquica, aderezada de clericalismo, el que nos provocaron los medios públicos y privados de este país a cuenta del embarque de la princesa Leonor en el buque escuela Elcano. Horas de televisión y páginas de periódicos dedicadas a pregonar este evento, así como todos y cada uno de los desembarcos de la heredera al trono en los sucesivos puertos de atraque.

El caso es que, a mí, que viví en la juventud las postrimerías del franquismo, toda esta hipérbole mediática de reyes y procesiones religiosas me recordaba aquella época, esos tiempos grises en los que voces engoladas ensalzaban sin contención alguna las excelencias de quienes nos gobernaban, anticipándonos ya el futuro regio de un país dirigido, a modo de ‘déjà vu’ histórico, por esos Borbones que vuelven una y otra vez, a pesar de lo muy poco que han aportado a este país y de lo mucho que han sacado de él.

Estas reflexiones me asaltan cuando arrancan, bajo el patrocinio del Gobierno PSOE/Sumar, los fastos de la conmemoración del 50 aniversario de la muerte de Franco. Esa necrológica se asimila al fin de la dictadura y al arranque de la democracia, en lo que constituye una burda simplificación histórica y sociológica de lo que representó el régimen franquista, de las fuerzas que operaron en su seno y del papel que éstas tuvieron en la reforma política, así como de la permanencia, desde la transición, de hábitos, instituciones e ideas que conectan con el pasado dictatorial. Vamos, que Pedro Sánchez y Yolanda Díaz pretenden convencernos de que muerto el perro, se acabó la rabia; y de que a partir de aquel 20 de noviembre de 1975, vivimos en una democracia plena. En definitiva, que el tirano murió en su cama y al día siguiente amanecieron las libertades.

Pues no, las cosas no fueron así. El llamado Régimen del 78 fue el resultado de una negociación entre las fuerzas que sostenían la dictadura y una oposición democrática, constituida en lo fundamental por el PSOE de Felipe González y el PCE de Santiago Carrillo, que culminó en la conformación de un sistema parlamentario con unas incrustaciones, los aparatos de Estado franquistas, a los que, por supuesto, no se les exigió rendición de cuentas alguna por las tropelías que perpetraron durante sus 40 años de dominio. Así, jueces, policías y militares se reciclaron en el nuevo orden de cosas, en el que se instalaron con todo su bagaje ideológico y su entramado de intereses, condicionando así el devenir de la nueva institucionalidad. Quizá, como aseguran los protagonistas de ese tiempo, la correlación de fuerzas no permitía otro resultado. Aunque yo me quedo con la ingeniosa expresión «correlación de debilidades», que dijera Manuel Vázquez Montalbán.

A lo largo de estos últimos 50 años, la herida de la dictadura, que no llegó a cerrarse, ha seguido supurando. En esa transición, que se nos presenta como modélica, se nos impuso una monarquía que puede delinquir con total impunidad, como hemos visto con el emérito. Igualmente impunes resultaron los hechos violentos protagonizados por unas fuerzas del orden que, a lo largo de las décadas, han servido al bipartidismo turnista para llevar a cabo sus proyectos políticos. El PSOE recicló en los GAL una serie de comandos ultraderechistas previamente asentados en los cuerpos policiales. Que después se proyectaron en esa policía «patriótica» que el PP utilizó para criminalizar, mediante montajes, a sus adversarios políticos y eliminar las pruebas de su corrupción partidaria. Y, cómo no, está esa buena parte de la judicatura que se reproduce endogámicamente transmitiendo, de generación en generación, un pensamiento ultraconservador soportado en una conocida corriente reaccionaria de la Iglesia; y que en estos momentos imputa, sin pruebas, a un fiscal general del Estado por haber desmentido un bulo difundido por la derecha madrileña con la intención de encubrir varios delitos perpetrados por la pareja de la presidenta Ayuso. O humilla, en un tono zafio, misógino y machista, a una víctima de violencia de género.

Rasgos prominentes del franquismo se aprecian, igualmente, en un empresariado que, por no vivir la etapa del contrato social que experimentaron los países europeos tras la Segunda Guerra Mundial, siempre se ha creído con el derecho a explotar a los trabajadores más allá de lo soportable y de pagar los impuestos mínimos. Por eso, tanto los salarios españoles como nuestro estado del bienestar son raquíticos en relación con los países con los que nos medimos en nivel de desarrollo. Finalmente, tenemos la tremenda suerte de disponer de las derechas políticas y mediáticas más trumpistas de la UE, que no dudan en quebrar la legalidad para, por ejemplo, impedir la renovación del Poder Judicial cuando de las elecciones sale una mayoría que no les gusta. Tampoco les ha temblado el pulso para utilizar el Estado profundo con la intención de cometer delitos contra el pluralismo político y las libertades.

No, no es posible celebrar el fin de algo malo cuando, en realidad, sigue entre nosotros. Ahora no están las cárceles llenas de presos políticos y votamos cada cuatro años, es cierto, pero ese fascismo que nunca se fue, está, ayudado por la coyuntura internacional, más envalentonado y agresivo que nunca, mermando los derechos sociales y pudriendo el ambiente político. Mientras tanto, quienes deberían estar desarrollando una política antifascista firme en todos los ámbitos (social, legal e institucional), se limitan a conmemorar una efeméride mortuoria. 

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents