Opinión | Los dioses deben de estar locos

Pagodas de arena

'La conversación de los notables', pintura funeraria de la dinastía Han.

'La conversación de los notables', pintura funeraria de la dinastía Han.

Dicen que solo los dioses y los animales viven permanentemente en montañas, desiertos y junglas. Son lugares sagrados precisamente porque los seres humanos, nacidos de mujer, sólo aparecen por allí en tránsito, lo más rápido posible, hacia sus aldeas y ciudades. Cuando los hombres atraviesan estos lugares, experimentan un vivo terror ante la posibilidad, nada remota, de no llegar a salir de allí con vida si se extravían cuando cae la noche, o les sorprende una tempestad y de repente la montaña se cubre de nieve, sin que vuelvan a encontrar el camino.

Y, sin embargo, hay quien habita aquellos parajes. Para quienes se atreven a pisar las tierras que se encuentran al margen de las leyes y de la vida reglada de las comunidades, su existencia está muy cerca del misterio. Acaso no sean ya criaturas de este reino. Ocultos en las montañas viven hombres santos, anacoretas que han renunciado al mundo, libres de deseos y anhelos, acarician las plácidas orillas del nirvana. Ellos forman parte de las rocas que coronan las elevadas cumbres, cercanos a los dioses. Pero hay otros que son peligrosos emboscados, ellos también han renunciado al mundo y sus normas. Son los bandidos, cuyo número nadie conoce a ciencia cierta. Poco importa, en verdad, porque tan peligrosos son dos como dos mil. Estos hombres se refugian en las soledades, comparten la dureza de la jungla con las bestias salvajes. Son tan feroces como ellas, pero cuando de verdad quieren, conocen el sentido de la justicia universal que mueve todas las cosas. Habéis de saber que el honor de los bandidos es férreo y que un pacto entre ellos no se puede romper.

La isla de Wolchul está gobernada por un poderoso señor del acero, que a veces abandona su guarida y se hace con un cuantioso botín tierra adentro antes de retirarse. En cierta ocasión, para engañar a un propietario famoso por su codicia y exacciones, que disponía de cientos de siervos armados, se presentó con su partida simulando ser la escolta fúnebre de un príncipe y rogando hospitalidad al dueño de aquellas tierras, el cual vio la oportunidad de prestar un favor importante a la familia de aquel noble, de la que jamás había oído hablar. Cuando menos se lo esperaba los oficiantes dejaron sus galas de luto y sus máscaras de animales con las cuales iban espantando a los malos espíritus para conducir el cuerpo del difunto a su descanso definitivo. Ni siquiera había cadáver, pues dentro del ataúd se ocultan armas para el asalto. Sorprendido, el hidalgo perdió gran parte de sus riquezas en un sólo día, pero obtuvo la promesa hecha por el bandido de conservar intactas sus casas, plantaciones y rebaños, a cambio de no ser hostigado en su retirada. Así el tao no sufría menoscabo, pues la riqueza excesiva había de ser limada hasta rebajar al soberbio, pero sin aniquilarlo. El bandolero habló como un sabio, pero el avaro no pensaba en el tao ni en el equilibrio de la justicia; antes bien, mintió y organizó una rápida acción de castigo, lanzándose contra la retaguardia de los saqueadores, todo fue para su desgracia, pues sus siervos perecieron al ser llevados a un emboscada. Entonces, sobre una montaña de cadáveres, el señor de la isla volvió para cumplir su venganza, quemando cuanto hallaba a su paso.

Al ver su patrimonio ahora completamente destruido, su oro robado, a sus siervos decapitados y empalados, sus esposas, hijas y concubinas engrosando el harén de tan poderoso enemigo, el desgraciado se sumergió en un mar de silencio y amargura por tantos bienes perdidos. Su razón lo abandonó. Aún podéis verlo hoy, es el viejo que malvive por entre las ruinas de lo que antaño fueron sus quintas de retiro, llama por sus nombres a los criados para que le sirvan, pero nadie responde. Confunde las conchas vacías de la playa con imaginarias piezas de oro que amontona sin cesar. Durante días enteros podéis verlo junto a las orillas del río, trazando con su bastón líneas onduladas, enmarañadas, que borra airado y frenético. Después levanta pequeñas pagodas de arena, para luego abatirlas y deshacerlas con furia.

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