Opinión | Los dioses deben de estar locos
La muerte del bandido

Ejecución en China, acuarela, siglo XIX.
Llegaba gente de todas partes. Desde las aldeas, las plantaciones, las colinas y la jungla. No sólo eran curiosos, pues los soldados empujaban a varones, mujeres, niños, incluso a los pacíficos bonzos. Todos habían de asistir a la ejecución. El verdugo acababa con la vida de muchos malhechores al cabo del año, pero tampoco era extraño ofrecer ladrones o adúlteros y otros criminales al Gran Van, espíritu sobrehumano con forma de tigre. Si la bestia no recibía un sacrificio, se adentraría en las aldeas, atacaría a los bueyes, se llevaría consigo a niños y los devoraría. Dicen que las almas de los muertos violentamente se refugiaban en él. Por eso su astucia era peligrosa, porque era humana, hasta tal punto que había devorado a muchos rastreadores, sorprendiéndolos por la espalda. Pero el Gran Van también sabía ser grandioso y noble.
A veces los condenados a muerte eran furtivos solitarios que espiaban a los buscadores de ‘ginseng’, para matarles cuando encontraban la prodigiosa raíz, hija del rayo. Los bandidos eran otra plaga. Abundaban los hombres armados que se ocultaban lejos, en las colinas, o que se escondían en la selva para luego hostigar a los cobradores de tributos y a los ricos de ciudad. Cuando eran capturados se les ejecutaba sin contemplaciones. Esta vez había de morir un célebre jefe de bandoleros llamado Tun-ho, que hacía ya muchos años, cuando todavía era un taoísta pacífico, atacó a los soldados que habían maltratado a un jornalero pobre. Entonces se adentró en la jungla y en pocos años se convirtió en un gran caudillo.
Tun-ho era gallardo como un rey, en sus campamentos llegó a formarse un auténtico hervidero de vida, un variado ir y venir de contrabandistas, un refugio de desertores del ejército real, de bonzos, de cantantes y arpistas, de innumerables emboscados. Los bardos ciegos celebraban las hazañas del gran hombre en las posadas, los pastores recordaban sus hechos cuando trasladaban sus ganados; en las fiestas y al calor de los fuegos de campamento su nombre era el objeto de todas las conversaciones. Siempre se exaltaba su lucha contra quienes esquilmaban los campos y confiscaban la comida, o raptaban a las hijas de los campesinos para hacerlas mujeres de placer, o se llevaban a sus hijos a excavar canales o para que engrosaran el ejército del emperador. Los malvados temblaban si escuchaban el nombre de Tun-ho.

Caballería acorazada de la Dinastía Ming. / Obra de Chu Jing Tu
Cuando el bandolero estaba reunido en consejo de guerra con los suyos, y quería consultar los augurios, una chamana bailaba para él, entraba en trance, y hablaba con los espíritus. Así ella le informaba cuándo y por dónde vendrían sus enemigos. En sus reales se celebraban certámenes de poesía, de canto y de baile. Él mismo resultaba un inspirado poeta. Sus palabras las conocen y las repiten hoy todos los pueblos de Manchuria. Las gentes gustaban de parangonarlo con los ciento ocho bandidos sagrados, aquellos venerados por los antiguos, que según cuentan, se habían alzado contra las crueles leyes de los hombres y formaban una hermandad que habitaba a orillas de los pantanos. Había quien afirmaba que eran espíritus, quién sabe si dioses o demonios, encerrados durante siglos sin cuento bajo el caparazón de una tortuga de jade hasta que sonó su hora. Acaso esto ocurrió hacía miles de años.
Pero aquella mañana las hazañas del gran Tun-ho, varón mortal que hubiera podido ser uno de aquellos bandidos míticos, habían de llegar a su fin. La multitud gritaba y pedía clemencia para el bandolero. Todo en vano. La espada del verdugo separó su cabeza del cuerpo. Después le hundió su puñal en el pecho y extrajo el corazón mostrándolo a la multitud, que sin dudarlo y por sorpresa, se arrojó sobre el cadáver con una violencia sobrecogedora y desmedida hasta que se apoderó de la sagrada reliquia hecha jirones, en los despojos se conservaba todavía la fuerza vital de la que nacieron tantas hazañas. Sus codiciados restos servirían para pócimas elaboradas por hechiceros. Los soldados sólo lograron contener a las gentes respondiendo con la fuerza bruta en un lastimoso espectáculo de violencia y sangre. Aquellos que antes lloraban por el gran Tun-ho, ahora exigían un pedazo de su carne. Entretanto, en la profundidad de la selva, el Gran Van rugía de ira, mientras acogía entre sus rayas negras y bajo su piel dorada el alma prófuga del más noble de los bandoleros.
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