Opinión | Dulce jueves

‘Cumbres Borrascosas’

Si Dickens es la fuerza del bien, Emily Brontë es el poder absoluto del mal

‘Cumbres Borrascosas’, de Emily Brontë.

‘Cumbres Borrascosas’, de Emily Brontë.

Me gusta empezar el año con una inyección de optimismo. Por eso elijo alguna novela de Dickens. Pero este enero estoy en plena mudanza y, con los libros guardados en cajas, cayó en mis manos Cumbres Borrascosas, una novela tétrica, desalmada, difícilmente superable en su plasmación del horror. Si Dickens es la fuerza del bien, Emily Brontë es el poder absoluto del mal, sin atenuantes ni excusas, sin remisión. Los estragos del mal contados al detalle y sin nada que le pueda hacer frente, al menos durante las primeras 373 páginas.

Mi hija Raquel se había terminado el libro que estaba leyendo y, rebuscando en las cajas, encontró Cumbres Borrascosas. Una edición de bolsillo de Destino que, según pone, compré en Murcia en 1990. Intenté disuadirla con las mismas palabras de advertencia de la narradora para quien se acerca a esta historia: «No puede hacerse una idea ni siquiera aproximada del infierno que era aquella casa». Pero Raquel ya no podía parar. Así que decidí que la leeríamos juntos. Luego ella cayó con gripe y la terminó muy rápido. Y, para mi perplejidad, entusiasmada. Yo no podía entender que le hubiera gustado tanto. A mí me quedaban los capítulos finales y había sido una lectura asfixiante, sin el más mínimo placer, como sumergirse en un pozo de angustia y maldad, un destilado de pura maldad en todas sus formas: estupidez, odio, egoísmo, rabia, amargura, celos y violencia. La maldad exprimida hasta el fondo. Después de cada rato de lectura subía a la habitación donde Raquel guardaba cama y comentábamos el último espanto: «¡Acaba de ahorcar al gatito!».

En el prólogo, su traductora, la escritora Carmen Martín Gaite, explica el éxito de la novela por la «extraña fascinación» que ejerce la maldad absoluta encarnada por su personaje principal, un héroe caído en las garras de los poderes diabólicos sin posibilidad de redención. A pesar de no ahorrar ningún detalle de las múltiples formas de la crueldad, consigue despertar en el lector una atracción irresistible. Esta interpretación siempre me generó incomodidad y confusión. Ahora sé por qué. Es cierto que esa fuerza de genuina maldad nos arrastra, pero no desde la admiración o el encantamiento, sino con repulsión. No es cierto que se establezca una lucha entre el bien y el mal, porque eso significaría que el bien es insignificante y puede ser aniquilado. No se muestra la debilidad del bien, sino su ausencia. Lo que vemos es cómo es la vida bajo el señorío del mal y, finalmente, su esterilidad. Por eso es una obra inmortal, tan llena de verdad. A diferencia de la novela y el cine contemporáneos, que intentan explicar, con fascinación, el poder del mal, Cumbres Borrascosas muestra su vacío y su impotencia.

En la novela, el mal se autodestruye. Se marchita por su propia simplicidad. Encerrado en su propio ser, es incapaz de generar nada, no es creador y no puede renovarse, porque carece de algo esencial: atención por nada más allá de sí mismo. En las páginas finales, el héroe diabólico, enmohecido y «demasiado apático para destruir por destruir», siente que está a las puertas del infierno y dice: «Estoy a punto de alcanzar mi cielo. El de los demás no vale nada para mí ni lo envidio».

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