Opinión | Misa de doce

La solitud

Aunque como dice el refrán «hasta San Antón Pascuas son», y como si del mismísimo señor Scrooge se tratara, son muchos y muchas los que el pasado 7 de enero descorcharon con algarabía sus mejores espumosos para celebrar que, por fin, había terminado la Navidad.

Conozco a bastante gente que vive la Navidad como una especie de vía crucis descontando las fechas, horas, minutos y segundos que restan para el día después de Reyes y de este modo poner fin a su sufrimiento.

Y es que la presión social que se siente en estas fechas por parte de aquellos que, bien por circunstancias o por una elección personal, pasan estos días en soledad es asfixiante. Máxime hoy en día en la que la Navidad empieza a cocinarse a fuego lento en pleno puente de la Virgen de agosto, junto a la parrilla de espetos del chiringuito playero del que cuelgan apestando a sardina bajo el cartel de ¿y si cae aquí? los décimos de lotería, y con Papá Noel poco menos que viniendo en moto de agua y bikini.

No sé cómo lo verán ustedes, pero por lo general si alguien decide celebrar en soledad alguna de las efemérides maracas en rojo en nuestro calendario será inevitable que sienta la mirada lastimera de una sociedad que no tardará en juzgarlo y lo considerará un fracasado por vivir al margen de los cánones tradicionales establecidos.

Pura hipocresía porque, si se paran a pensarlo, nunca ha estado el mundo tan conectado y a su vez sus habitantes tan aislados los unos de los otros. Son cada vez más las horas del día que gastamos frente al ordenador o enganchados al móvil proyectando una imagen nuestra en redes sociales que, en la mayoría de las ocasiones, poco o nada tiene que ver con la realidad. Vivimos obsesionados en mostrar a cada instante nuestra felicidad, cuando realmente ni la disfrutamos y seguramente ni la hayamos conocido. Estamos más preocupados y ponemos más empeño en que los demás piensen que lo estamos pasando bien, que en disfrutar del momento. No importa si la carísima copa de Moët & Chandon que estamos bebiendo está en su punto, lo importante es hacer una buena foto para subirla a Instagram.

Frente al postureo, la apariencia y la sobreexposición a redes sociales en donde nuestro principal objetivo es que el nuevo filtro de moda nos reduzca las bolas de bichat y hacer ‘match’ con Dios sabe qué individuo, individua o indvidue’ que nos haya encontrado el algoritmo de la inteligencia artificial de turno, propongo reivindicar el estar solos no como algo negativo sino como un proceso de aprendizaje en el que aprendamos a conocernos y a estar a gusto con nosotros mismos. Me refiero a la solitud, un estado en el que estás solo por voluntad propia y en donde no tienes porque estar junto a alguien para sentirte en plenitud. Es decir, tú decides estar solo pero a diferencia de la soledad, al no extrañar la ausencia de alguien, no sufres.

En solitud puedes ser capaz de controlar el tiempo, dominarlo, jugar e incluso engañarlo. La solitud te seduce y no te hace dependiente. Hace que te quieras a ti mismo y por lo tanto hace que quieras más a los demás.

La solitud te convierte en Rick Blaine, que vivas en Casablanca y le pidas a Sam que toque otra vez As time goes by.

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