Opinión | El prisma

@VidalCoy

¿Debe la Asamblea nombrar a los magistrados del TSJM? | Discusiones bizantinas

Nadie intenta poner fin al problema cambiando el sistema, como se ha visto en los últimos tiempos con la seis años boicoteada renovación del CGPJ

Fachada del Tribunal Superior de Justicia de Madrid.

Fachada del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. / EFE/Mariscal

A veces se tiene la impresión de que se plantean debates aparentes para ocultar problemas de fondo. O «el» problema de fondo. Con la elección de los jueces con una u otra fórmula ocurre que es una diatriba sin objeto ni solución alguna. Porque no se tiene intención de ir al fondo de la cuestión, que es ni más ni menos el funcionamiento general de un sistema judicial viciado, lleno de servidumbres e intereses creados políticos y sociales y, finalmente, lastrado por carencias que ninguno de los actores supuestamente interesados parece querer resolver.

Que los jueces para una u otra función sean elegidos por los propios jueces o por una cámara parlamentaria estatal o autonómica no significa que la fórmula por la que se opte vaya a solucionar el mal funcionamiento actual de la Justicia española, cosa en la que todos los actores interesados en el asunto parecen estar de acuerdo. Pero nadie intenta poner fin al problema cambiando el sistema, como se ha visto en los últimos tiempos con la seis años boicoteada renovación del CGPJ.

Lo que falla, por tanto, es el sistema desde el punto inicial de acceso a la carrera judicial hasta el de llegada a sus máximos escalones. Algunos expertos señalan que lo primero a cambiar es precisamente la forma de entrada en la judicatura, que favorece a los aspirantes con riñón personal o familiar suficientemente mullido para aguantar varios o muchos años dedicados exclusivamente al estudio para saltar el obstáculo de la oposición. Que no es fácil ni pequeño.

Eso provoca automáticamente una preselección de candidatos en función de la procedencia social: los pudientes que se pueden permitir seguir estudiando después de años en una facultad son los que, al final, tienen más opciones de pasar la valla del terrorífico examen final para vestir la toga. Hay excepciones, desde luego, pero no pasan de eso: las que confirman la regla.

De esa preselección social sale una clase togada aferrada a sus orígenes sociales, autoconvencida de su excelsa misión en la tierra, con tendencia a la endogamia, defensora de sus privilegios (los que fueran) y con un acendrado espíritu corporativo tendente consciente o inconscientemente al elitismo. Más o menos lo que pasa en otras profesiones similares: notarios, registradores, etc.

Además, algunos se muestran muy ofendiditos cuando se abre alguna portezuela por la que acceden por méritos profesionales otros que no han pasado por las horcas caudinas de la oposición. Recuérdese el regomello notado cuando se abrió el acceso a través de aquel «cuarto turno». Todavía se escuchan a algunos de «los de verdad» presumir de que él sí hizo la oposición. Resultado: el asociacionismo en la judicatura refleja lo anterior. A saber, las asociaciones conservadoras copan más del 80% de la afiliación; la única progresista, solo el 8%; y solo el 56% de los jueces pertenece a alguna asociación.

Si a ese original pecado se suma el sistema de elección de los órganos máximos judiciales siguiendo las líneas maestras de los partidos representados en el Parlamento podría concluirse que la tormenta perfecta está servida. Sustituir ese mecanismo por el de que sean los propios jueces los que elijan endogámicamente sus órganos de gobierno está siendo propuesto por la derecha desde hace años con intereses espurios: es más que clara la tendencia política a la que se sienten más o menos próximos la inmensa mayoría de los togados, inclinación que no se corresponde con la realidad sociopolítica española.

Item más. A esa tormenta perfecta causada por un sistema rayano en la obsolescencia –que los partidos mayoritarios no parecen interesados en cambiar cuando gobiernan– se une que los jueces son pocos para las necesidades del país. Según Eurostat, en España hay 11,5 togados para cada 100.000 habitantes. La mediana europea es de 17,7. No sirve de consuelo que en Francia sea de 10,9 y en Italia de 11,6. Así que las discusiones de cómo o quién debe nombrar a los jueces se antojan bizantinas y de poca trascendencia para lo que se pretende: solventar ágilmente problemas entre ciudadanos, empresas e instituciones. Y, para eso, hay que cambiar radicalmente el sistema judicial. 

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents