Opinión | Nos queda la palabra
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Al filósofo y al académico se les acaba el diccionario de insultos cada vez que huelen a su izquierda, que es todo
En Murcia no hay Senado. Ni falta que hace. Es más, no sé si la llamada Cámara Alta tiene alguna validez para el conjunto de España. Lo que sí está claro es que durante esta legislatura no puede caer más bajo, alcanzando esta semana el subsuelo más cavernoso al alojar un congreso de iluminados ultraderechistas. Ya saben. Dios creó el mundo en seis días y, a juicio de estos tenebrosos personajes, su enviado en la tierra es Donald Trump, quien podría arramblar con ella en un día sin, por supuesto, ley y con todos los ingredientes propios del cristianismo beato que profesa este grupúsculo: racismo, xenofobia, machismo, homofobia y odio. Sabrán mucho y serán de misa diaria, pero no parecen comulgar con las encíclicas de Francisco.
Aquí en este rinconcito del Sureste no hemos sido el centro del aquelarre, pero también hemos disfrutado de un concilio de parecido tenor, con apóstoles como Fernando Savater o Arturo Pérez Reverte, bendecidos por los que se consideran el abc del periodismo y más allá. De lengua bífida, no se cortan a la hora de despotricar contra todo aquello que huela a progresismo, centrando sus ataques en el demonio Pedro Sánchez. Al filósofo y al académico se les acaba el diccionario de insultos cada vez que huelen a su izquierda, que es todo.
Ello no les impide aparecer como paladines contra la supuesta política de la conciliación porque, afirman, en España ya no se puede hablar. Menos mal. De lo contrario, ya no estaríamos más de uno.
Lo único que se callan es la censura real de los gobiernos de su acera, especialistas en prohibir libros, obras teatrales o conciertos por citar los distintos tipos de familia, a los Borbones o a Jesucristo. Escritores, actores, titiriteros, cantautores y grupos musicales con su agenda quemada en la hoguera de la inquisición.
Y, ellos, pobres, silenciados, sin púlpitos por donde lanzar bulos, sin seudosindicatos de manos sucias para abrir causas judiciales y, ante todo, sin magistrados que, desde su endiosamiento, hacen temblar los cimientos de la democracia, la convivencia y la libertad. La verdadera libertad, la de expresión también.
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