Opinión | Allegro Agitato
En el centenario de Bruckner
A la dificultad de interpretación y a la necesidad de orquestas de grandes dimensiones se une la problemática de elección entre las distintas versiones que realizó de sus sinfonías

Órgano de Bruckner, en el monasterio de San Florián, en Linz (Austria), construido por Franz Xaver Krismann. 1770-74. / Greg Kraftschik / Wikipedia
El nombre de Anton Bruckner puede que no a todos les resulte familiar. A pesar de su apellido, no se le incluye entre las tres «Bes» de la música, que forman Bach, Beethoven y Brahms. A pesar de ser austriaco y de vivir en Viena, no se le adscribe a ninguna escuela como la que incluía a Beethoven con Mozart y Haydn. El hecho de ser un gran compositor de sinfonías tampoco juega a su favor. Tengan en cuenta que, en España, las de Beethoven -disculpen que sea tan reiterativo con él- comenzaron a escucharse casi cuarenta años después de la muerte de este compositor.
La vida de Bruckner es un ejemplo de superación. Se asocia su figura al monasterio agustino de San Florián, cercano a Linz, a donde su madre le envió como niño cantor con 13 años, cuando su padre falleció. Éste había sido maestro y organista de la iglesia de Ansfelden, pueblo natal de Anton, que siguió los pasos paternos y que superó de largo. Comenzó como maestro de escuela y llegó a ser profesor del Conservatorio y de la Universidad de Viena. Con el órgano, tras pasar por el bellísimo instrumento de San Florián y por la catedral de Linz, fue nombrado organista de la corte. Considerado un virtuoso de este instrumento y un gran improvisador, realizó un concierto en Londres presenciado por más de 70.000 personas. Paralelamente, aprendió a componer, lenta y trabajosamente, con distintos profesores con los que forjó un estilo inconfundible. Sus principales maestros fueron Simon Sechter y Otto Kitzler. Diez años más joven que Bruckner, Kitzler le enseñó la música de Wagner, de Berlioz y de Liszt, y sus métodos de composición e instrumentación. Después de completar la llamada Sinfonía de Estudio (00) en 1863, consideró que había completado sus estudios de composición, casi con 40 años.
Durante su vida, Bruckner tuvo adeptos, pero también a un sector musical en su contra. La ciudad de Viena estuvo dominada por el crítico Eduard Hanslick, defensor de una corriente conservadora de la música y que tenía a Johannes Brahms como estandarte. Puso a Bruckner en el foco de sus críticas cuando le dedicó su Sinfonía nº 3 a Richard Wagner. Sus partidarios, obviamente, intentaban popularizar su música. Al considerar que era difícil y de dimensiones difícilmente soportables, directores y amigos proponían modificaciones que Bruckner consentía por su carácter retraído. Solo alcanzaría el éxito tras el estreno en 1884 de su Sinfonía nº 7, ya con 60 años. El emperador Francisco José I le concedió en 1895 el privilegio de ocupar un apartamento en el Palacio del Belvedere, cuando el deterioro de su salud le obligó a retirarse gradualmente de sus obligaciones. Dedicó el resto de su vida a la composición de su Sinfonía nº 9, pero solo había concluido los tres primeros movimientos cuando falleció en 1896. Sus restos fueron transportados a la basílica de San Florián, donde descansan en una cripta debajo de aquel órgano que tanto le impresionó en su juventud.
Sus contemporáneos consideraban a Bruckner como «mitad genio, mitad simplón», según lo describió el director Hans von Bülow. En nuestros días, los psicólogos hubieran podido diagnosticar sus inseguridades, sus ideas obsesivas y sus múltiples manías. Bruckner permaneció soltero toda su vida, a pesar de las numerosas e infructuosas propuestas de matrimonio que hizo a chicas adolescentes; estos intentos fallidos solo acentuaban los ataques periódicos de depresión que padecía.
Hoy les he hablado de él porque el 4 de septiembre se cumplieron 200 años del nacimiento del mejor constructor de sinfonías de toda la historia. Un arquitecto de la música que deseaba alabar a Dios con obras de dimensiones celestiales y una perfección formal incomparable, que combina momentos de una enorme potencia rítmica, oponiendo la sonoridad de distintas familias instrumentales característica en la interpretación con el órgano, junto con melodías de enorme lirismo, en las que el tiempo parece desvanecerse. Amplió el concepto de la forma sinfónica como nunca se había hecho previamente; sin él, difícilmente se entendería la obra de Mahler, que fue su alumno en la universidad, o de Shostakovich.
Hasta hace menos de medio siglo era relativamente raro escuchar su obra fuera de Centroeuropa. A la dificultad de interpretación y a la necesidad de orquestas de grandes dimensiones, se une la problemática de elección entre las distintas versiones que realizó de sus sinfonías. Hay quien cuenta que Bruckner compuso nueve, once o hasta 18 sinfonías, si contamos las múltiples variantes y obras descartadas por el autor.
Desde 1930 se han realizado diversas ediciones que eliminan aditamentos y ofrecen con imparcialidad las distintas opciones. Tras la Segunda Guerra Mundial, directores como Eugen Jochum y Sergiu Celibidache hicieron de paladines de su música al incluirlo habitualmente en los programas de concierto. Con motivo del centenario, incluso en España, la mayor de las orquestas con capacidad de afrontar un reto de este calibre ha conmemorado esta efeméride.
La música de Bruckner se contrapone al mundo de velocidad e inmediatez en el que vivimos, aunque la naturaleza humana, de alguna forma, nos pida tiempo. Bruckner nos ofrece este tiempo lento, consciente, pausado pero vivido con la máxima intensidad en cada segundo.
Otros hacen yoga o meditación, pero yo les recomiendo que escuchen la música de Bruckner.
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