Opinión | Mamá está que se sale
'Bullying'
Somos seres sociales. Una sola mano amiga, te salva la vida

L.O.
Hacía mucho que no me quedaba en la mesa de madres en un cumple. Ese día vino la madre de un niño nuevo y, tras las charlas de ascensor por romper el hielo, la cosa se fue relajando. En un momento dado, la madre nueva cambió el tono, e instintivamente todos prestamos atención: decía que el cambio de cole era por el ‘bullying’ que uno de sus hijos sufría en el otro cole. No lo contó así, claro. Cuando yo capté la conversación fue al contar una de las «bromas» del gracioso. Le gustaba perseguir a su hijo todo el rato, por ejemplo, en clase, pidiendo cambiarse de sitio, con cualquier excusa, para colocársele al lado. Contó más cosas, todas asfixiantes, angustiosas, sin violencia física, pero propias de una mente enferma. Una lluvia de microataques, aparentemente inofensivos, pero constantes durante varios años.
La imposibilidad real de hacer frente al acosador y a sus secuaces (fue una de las preguntas que alguien hizo, «¿tenía secuaces?»), que le ridiculizaban si protestaba, le hacía verse pequeñito e indefenso ante la expectativa diaria de «qué tocaría hoy». Como somos seres sociales, y nos consuela sentirnos apoyados ante las dificultades, al tormento diario se le añadía el escozor de que nadie, ni los amigos, ni los profesores… ¡Nadie! hiciera nada en ningún episodio, o levantara siquiera la voz para defenderle. Algo que le hiciera sentir menos solo.
Allí empezamos a dar soluciones de barra de bar, en forma de si yo le daba un guantazo, o si le esperaba en la puerta, o si el otro llamaba a los padres y vaya si se enteraban. Pero la madre decía que, aplicándose los protocolos, y a pesar de inspectores, charlas y todo lo que quieras, nada pudo evitar que el niño se apagara.
Todo se volvió insoportable. Para él, para los hermanos y para los padres, el cambio de cole se terminó presentando como la única solución. En otro tiempo, habrían barajado pedir la expulsión del acosador, pero habían pasado tantas cosas, y habían «no pasado» tantas otras, que el cole dejó de ser ese lugar cálido en el que pasas unos años muy bonitos, para pasar a ser un lugar hostil. Ya no cumplía su función, era una mera construcción fría, habitada por personas indolentes, con piel de pingüino, impermeable frente al sufrimiento ajeno.
Perder de vista al gracioso y a todos los que, activa o pasivamente, habían permitido ese apedreo emocional, se empezó a ver hasta con ilusión.
Nuestra cara era un poema cuando terminó de contarlo. Me fui del cumple con sensación de injusticia y desamparo. Yo misma sugerí en esa tertulia varios remedios -ninguno pacífico, la verdad-, pero era a la vez consciente de lo difícil de la situación. Hay que aceptar que somos más valientes delante de una coca-cola en un cumple que en la vida real.
Ojalá que, si nos toca verlo, en vez de írsenos la fuerza por la boca, seamos capaces de no escurrir el bulto como alimañas. Y aunque no podamos solucionar el tema, al menos que el niño de turno vea que no está solo. Quizá, eso solo, sea el principio del fin.
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