Opinión | Los dioses deben de estar locos

El imperio de las ilusiones

‘Los bebedores de té’, atribuida a Chen Hongshou, dinastía Ming.

‘Los bebedores de té’, atribuida a Chen Hongshou, dinastía Ming.

Sentados sobre dos esterillas y compartiendo un único cuenco de té, el sabio Gakhun desplegaba el rollo donde tiempo atrás había escrito las vidas de los monjes coreanos. Quería contar una historia a su amigo Yi Tal, el anciano de los días incontables. 

Y así, en tiempos lejanos ocurrió que Pophung, soberano de Shilla, se lamentaba del lento progreso de la ley budista dentro de su reino. Deseaba labrarse un nombre como su propagador, pero chocaba con la acérrima oposición de sus cortesanos más refractarios. Los ministros pensaban que nada debía aflojar los vínculos de un hombre con su soberano. Al igual que un cuerpo debía permanecer unido hasta el fin (qué gran desgracia sería morir decapitado como los traidores y delincuentes graves), también el ingente cuerpo social de los habitantes del reino debía permanecer atado a su soberano. ¿Qué era aquella nueva religión que hablaba de eliminar lazos, que consideraba la vida como un mal en sí mismo, como un sueño confuso lleno de ofuscación? ¿Qué sería del Estado si de repente todos quedaran liberados de sus vínculos con él?

Ichadon, fiel amigo del monarca, peregrino de esta vida y difusor de los sutras, habló a solas con el rey. 

-Si su alteza realmente quiere emular la gloria de Gautama, propagaré a los cuatro vientos que en breve comenzarán las obras de un gran monasterio, dotado de una gigantesca campana sobre la que se grabarán las palabras del Sutra del Loto. Lo haré sin vuestro permiso, de manera que cuando se descubra que he usurpado el sello real, todos pedirán mi muerte por el delito contra la majestad sagrada del rey. Que la obtengan, miedo no tengo. Y cuando el verdugo me ejecute, entonces, mi señor, ocurrirán grandes maravillas. Suficientes como para que sepas qué hacer con ese deseo que tienes de compartir la gloria de Gautama Buda.

El rey aceptó, guiado como estaba por la ambición de su fama futura. Cuando llegó el día, el milagro ocurrió efectivamente. Al separar la cabeza de su cuerpo no había brotado sangre, sino un líquido semejante a la leche. Por todas partes se extendió un aroma agradable, como a incienso y especias. La presencia del milagro trajo consigo una atmósfera general de asombro, que desembocó en una oleada de conversiones. Todos pensaban que el valiente Ichabon, ahora venerado como un ‘bodhisattva’, había provocado su propio final para traer el bien al mundo. 

Entonces el gran señor mandó que se levantara, esta vez sí, un gran monasterio budista. Por fin la doctrina de la liberación se extendería por los Tres Reinos y el nombre del rey se grabaría indeleble en la memoria del pueblo. Una parte de la selva se roturó, se talaron árboles y se despejaron amplios espacios. Se empedraron caminos desde palacio sólo para facilitar el acceso a los futuros peregrinos que acudieran el día de la consagración de la campana con el texto grabado del Sutra del Loto en ella. 

Al remover la tierra encontraron los restos de una gran construcción de la que nadie parecía guardar memoria, ni siquiera los anales más antiguos del reino. ¿Qué era aquello? A lo que parecía, un monasterio más antiguo aún, levantado mucho tiempo atrás, ahora engullido por la selva. También allí, un día lejano, hubo muros, eremitorios, celdas, y hospederías para los peregrinos, acaso también coros de creyentes habrían entonado los sagrados cantos. Voces extintas, ahogadas y olvidadas en la corriente del tiempo, alabaron las existencias anteriores de Buda. Todo aquello pasó, los monjes se fueron, las campanas enmudecieron, el monasterio fue lentamente abandonado, hasta alcanzar el silencio absoluto, mientras que el resto del mundo continuaba debatiéndose en medio de anhelos frustrados. Algún día en un proceso de repetición, esta magnífica construcción que ahora inauguraban quedaría abandonada, los animales frecuentarían sus ruinas, los monos saltarían y gruñirían por las estancias vacías en una curiosa caricatura de la sociedad humana; serpientes y alimañas encontrarían refugio en sus piedras; finalmente, la selva volvería a tomarlo todo para sí.

Una sensación de melancolía acarició el corazón del rey, y lo llevó hacia las profundidades insondables de la aceptación, región donde las lágrimas caen como una lluvia fina, sin remedio pero sin violencia. Como si volviera de un sueño, ofrendó incienso en la tumba de Ichabo, abandonó el trono y tonsuró sus cabellos el mismo día. Ya no deseaba la gloria que tan fatuamente había anhelado. Abría los ojos, al fin, liberado del sueño engañoso de la vida. 

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