Opinión | Las fuerzas del mal
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Quienes aplauden a Trump desde esta orilla no son patriotas, sino quintacolumnistas serviles de un continente naranja

Donald Trump tras ganar las elecciones. / Alex Brandon / AP
En la película norteamericana de cada cuatro años ha sucedido, esta vez, lo que nos dijeron que no podría suceder nunca. Bueno, no nos dijeron que nunca podría suceder, aunque ya pasó una vez en 2016. Pero como estuvo a punto de suceder tantas veces en todas esas ficciones y al final no sucedió, pensábamos que no sucedería nunca. Que no iban a tropezar por segunda vez en la misma piedra, haciéndonos polvo el pie a los demás.
Por supuesto que ha habido presidentes de Estados Unidos malísimos en la ficción, pero al menos han tenido el decoro, en su ascenso al poder, de ir de encantadores embaucadores, necesitados de mostrar una apariencia amable y decente. Un engaño que sirviera para mostrar que el electorado de ficción, que elegía al presidente de mentirijillas, no era tan tonto. La cámara, más tarde y en privado, nos mostraba, como ironía, todo tipo de iniquidades y delirios en el que ha sido, posiblemente, el despacho más representado de toda la historia, en la casa más representada de toda la historia, si excluimos el portal de Belén.
La primera vez fue un 'shock' que recuerdo vívidamente. La segunda vez ha merecido únicamente una levantada de ceja. ¿De verdad? Cada uno de nosotros tendrá que agarrarse los machos en esta temporada que va a durar, por lo menos, cuatro años, si no más. Ya digo que lo siento por todos, pero sobre todo por los norteamericanos.
Es el momento perfecto para demostrar, en Europa, que ya somos mayorines y que necesitamos ponerle una tasa de importación al sueño americano. Nos va a costar muchas cosas: nos va a costar dinero para quienes aplauden ahora y luego perderán exportaciones por las tasas, también perder un aliado en la defensa de Ucrania. Todas esas ideas que el ‘soft power’ del vaquero de Marlboro nos marcó en el fuego abrasador de los ‘happy endings’ con música atronadora, pero hay más en juego. Demostrar que el capitalismo salvaje no tiene cabida, que no es necesario empeñar la casa para curar un cáncer, y que aquellos que aplauden a Trump desde esta orilla no son patriotas de nada, sino quintacolumnistas serviles de un continente naranja, que es el tamaño del ego del que fue cuadragésimo quinto y ahora será cuadragésimo séptimo, y quizás último, presidente electo de EE UU.
Servir a esa bandera, pues es a la única a la que sirven, les va a servir de lección, porque están -Abascal, Orbán, Meloni y todos los demás- al albur de una voluntad que cambia más que el paño de una enseña al viento. Una voluntad que, además, está al servicio de otra más férrea, la de Putin, quien está encamado con China, por razones evidentes que dejarán de ser dentro de poco. Ucrania, otra vez.
La situación es supertransitiva y quien adora a Trump está vendido al mismo gigante que dicen temer. El número que la bestia les marca es el 45/47 y pueden comprar el billete para el Gordo de Navidad: el 4.547 se vende en la Estación Sur de Madrid. Preferirán, a la larga, que les toque ese Gordo antes que el naranja, porque tendrá menos servidumbres y entenderán lo que entendemos nosotros ya, que, como broma, ya está bien.
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