Opinión | Los dioses deben de estar locos
La estela de un cometa

Guerreros a caballo de la dinastía Qi del norte, mediados siglo VI d. C
Veo cómo vosotros, tan sabios, preparáis los exámenes para la administración real. Tan grandes poetas sois que, por divertiros, pasáis vuestras propias creaciones del hangul coreano al chino clásico. Estudiáis a los autores de antaño. Decís, por ejemplo, que veneráis a Su Dongpo. Últimamente os he visto deslumbrados por el estilo de Li Bai, como si lo acabarais de conocer, pese a su gran antigüedad. Simuladores suyos, describís la belleza de las montañas; os extasiáis evocando las formas voluminosas de las nubes cuando ascienden por las elevadas cumbres; añoráis la pacífica y lenta corriente de los ríos frecuentados por pescadores que cantan esperando el alba. Los párpados se os cierran bajo la canción de cuna que forman las ondulaciones del agua cuando es acariciada por el viento. Y entonces soñáis que sois poetas, como él lo fue. En noches de luna llena, por imitar al gran Li Bai, navegáis ebrios sobre una barca. Ebrios no de poesía, sino de licor. Os reís mucho y tratáis de agarrar la luna, cayendo al agua entre risas. Decís que el poeta se ahogó cómicamente mientras quería abrazar al astro. Pensáis que iría borracho e imprudentemente solo.
Permitidme deciros, jóvenes mentes preclaras, lumbreras de nuestro siglo, que así no murió el gran poeta. Sabéis que mis años no tienen cuento, que no en vano me llaman Yi Tal, el anciano de los muchos días. Antaño, detrás de mares infinitos de tiempo, tuve ante mis ojos al mismo Li Bai. Os diré cómo era. No era un hombre, era un torrente que se desbordaba de su caudal. Era comparable a las aguas de la Gran Inundación, cuando Gun quiso dominar aquel embravecido diluvio que era, en realidad, invencible. Así era Li Bai. Tampoco existía un dique capaz de contenerlo. Bebía mucho, sí, y amaba a las mujeres muchísimo más. Por añadidura, era un feroz guerrero. En sus duelos mataba a magníficos campeones mientras recitaba un poema o lo forjaba en su mente. Puesto que amaba la vida, quería vivir sin límite. Escrutaba antiquísimos manuscritos taoístas buscando el elixir de la existencia eterna. En su cuerpo dejó entrar todos los minerales, sustancias y venenos que engendra la tierra, pensando que así viviría miles de años.¿Os extrañan estos excesos de un alma que consideráis a partes iguales tan apacible como feliz?
También tuvo su guerra. Siguió a aquellos que alzaron la mano contra el legítimo Hijo del Cielo. Exaltó banderas y espadas, miró a las viudas y no sintió misericordia. Pero también conoció la derrota, y la prisión. Allí todo fue oscuridad. Quizá no sabéis aún cómo es una mazmorra. Dentro no echaríais en falta el pincel para escribir, ni la espada para empuñarla y morir. El hambre no os dejaría pensar. Las visitas diarias del verdugo os quitarían el sueño cuando os hubiera comunicado, con gran diligencia, cómo ciertas cuñas de madera por él empleadas, podrían introducirse entre vuestras articulaciones y descoyuntarlas. ¡Qué frágiles son entonces los finos dedos de un poeta! En prisión hasta los poderosos antebrazos de un guerrero se quiebran como juncos.
La generosa amnistía del Hijo del Cielo perdonó la vida a Li Bai. Su majestad se conformó con un destierro. Pero era tarde para la vida mortal del poeta. Su deseo de eternidad había envenenado su cuerpo, y sus anhelos desbocados lo habían conducido a las mismas puertas de la muerte. Comprendió entonces la mentira de los estandartes, la engañosa belleza de las marchas militares, y los alambicados subterfugios de los discursos. Vio que su refugio y su patria era la poesía. Fue en ese instante cuando escribió esos poemas que ahora os esforzáis en recitar de memoria; cuando describió el viaje de la vida, semejante a un barco que navegara de noche por el río; cuando ascendió, a través de un tortuoso camino, hasta la sagrada montaña de jade, donde viven los dioses, y miró al mundo desde las alturas.
Amó la vida, se mezcló con ella. Mató con su espada y combatió entre valientes. Enredado en la oscuridad, buscaba ocultos saberes para ser ser inmortal, pero solo al final, enfermo, humillado y derrotado, entendió la nobleza del fracaso, la dignidad de la derrota, el sentido del sufrimiento y el valor de una vida plena, aunque fuera breve. Solo entonces pudo nacer como poeta verdadero. Había estado perdido, pero al final de su vida se encontró. Me temo que vosotros, que lo recitáis de memoria y sacáis tan buenas notas, aún no sabéis nada de él.
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