Opinión | El retrovisor

Las ánimas benditas

La fiesta de Todos los Santos adquirió en Murcia gran relieve durante los siglos XVI y XVII

Archivo TLM

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El aire en Murcia se ha vuelto fresco y las hojas secas de los árboles revolotean aportando sus ocres y amarillos a calles y plazas. Huertos y jardines ya se visten de crisantemos cuando nos vamos despojando del veraniego algodón, sustituyéndolo por la lana. 

Sí, noviembre ya está aquí, y con él, Don Juan Tenorio. Julio Navarro Albero prueba ya calzas y jubones mientras ensaya estocadas con el acero toledano, dando vida con los versos de Zorrilla a panteones olvidados y claustros sombríos. 

Las herrumbrosas verjas chirrían y se abren ante la llegada de noviembre y su Día de Todos los Santos. La muerte adquiere especial protagonismo y nos hace pensar en el fatal destino que nos depara la propia vida: «Nacer es comenzar a morir», dijo alguno, y es ahora, en vísperas de Santos y Difuntos, cuando el aroma a crisantemos y nardos inunda los cementerios, haciendo que el temor a la inexistencia se haga patente.

Las viejas tradiciones subsisten en nuestra ciudad; la Conmemoración de todos los Fieles Difuntos es una de las más singulares y emotivas. La fiesta de Todos los Santos adquirió en Murcia gran relieve durante los siglos XVI y XVII, cuando en sus tortuosas callejas, entre viejos casones, la fe de sus moradores y la labor de corregidores y clérigos levantaron piadosas hornacinas en las que nos recordaban que la vida tiene su fin, mediante lienzos en los que se representaban el purgatorio con sus temporales tormentos, la muerte y el juicio final.

Recordatorios de la eterna rondadora, la que a todos y a todas horas, al igual que a un libertino y deseoso Don Juan, nos aguarda, poniendo fin a nuestros días en este mundo. Fue en las parroquias de San Pedro, San Antolín y San Andrés, durante el siglo XVIII, cuando se creó la ‘Hermandad de las Ánimas y el Pecado Mortal’, en la que los hermanos que la integraban estaban obligados a pedir limosnas en las noches para el enterramiento de los pobres de dicha Hermandad.

Archivo TLM.

Archivo TLM. / M.L.G.

Narraba mi admirado e insigne cronista Carlos García Izquierdo en su Tremendo Soliloquio que en las principales torres parroquiales se levantaron unos pequeños retablos en los que aparecían el Purgatorio y la Virgen del Carmen. Todos los años, vísperas del Día de Difuntos, se abrían sus pequeñas portezuelas y se adornaban con luminarias de aceite y paños negros teniendo como fondo una calavera, mientras que las campanas de iglesias y conventos tocaban a muerto, como recordando a mujeres y hombres la meditación profunda de la muerte.

A finales del pasado siglo, todavía salía al atardecer un «hermano» portando una campanilla y una imagen de la Virgen del Carmen por las calles de la ciudad pidiendo «una limosna por Dios para las benditas Ánimas del Purgatorio», infundiendo el temor entre las criaturas de esos días.

De aquellas estampas murcianas solo nos queda el entrañable recuerdo. Hoy, de aquellos retablos existen meros vestigios, destruidos la mayoría por el paso del tiempo y las revoluciones. El más significativo es el ubicado en el lateral de la iglesia de San Bartolomé, en el que reza la leyenda: «A las Ánimas benditas no te pese hacerles bien, que sabe Dios si mañana serás ánima también». 

El temor al leer el mensaje por estos días llega hasta el alma. Las imágenes de los afectos muertos vistiendo la mortaja en el ataúd se agolpan en la memoria y se llega a sentir el frío cadavérico, el olor intenso del barniz de los féretros de quienes compartieron vida y sonrisas en días felices. 

Cirios y velas iluminan las sombras junto a retratos de seres queridos que el paso de los años hicieron palidecer, mientras vuelven los ecos de las Hermandades de Ánimas cuando cantaban en lejanas noches, con voz lúgubre: «Pecador, en este mundo, todo pasa, nada dura; ni aún la misma sepultura».

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