Opinión | Cartagena D.F.

Laberintos

Claro que hay que impulsar nuevos proyectos, pero para seguir creciendo, el primer paso debe ser conservar en condiciones lo que ya tenemos

Parque de Tentegorra, Cartagena.

Parque de Tentegorra, Cartagena. / Iván Urquízar / LMU

Esta nueva era de la inteligencia artificial en la que navegamos, o más bien en la que naufragamos, sigue registrando situaciones tremendamente difíciles de entender, incluso para los más dotados de neuronas. El frenético ritmo de vida junto al consumismo exacerbado se refleja en las estanterías de los supermercados, donde los turrones comparten pasillo con las cremas de protección solar. También en nuestros armarios, donde los bañadores pugnan por conservar su espacio antes de verse relegados a una caja y cederles su lugar a las camisetas interiores.

Quizá sea ese mismo frenesí el que nos lleva a levantar castillos en el aire, a modo de la lechera del cuento, mientras consentimos y contemplamos cómo nos arruinan un auténtico palacio natural.

Basta ya de metáforas. Aplaudimos, celebramos y nos congratulamos de que, por fin, surja el interés de una importante cadena hotelera para convertir una batería de costa como la de Fajardo en el complejo paradisíaco que todos deseamos. Para que el deseo llegue a buen puerto, en este caso, se precisa, además del interés, la voluntad y, sobre todo, la inversión empresarial, el acuerdo imprescindible entre la Administración estatal y la municipal, ya que los terrenos pertenecen al Ministerio de Defensa y tendría que cederlos para este nuevo uso. Nos comentan que las negociaciones al respecto están muy avanzadas, y nos hacen soñar con que esos castillos y fortalezas -que más que estar en ruinas, se caen a trozos- emerjan para engrandecer aún más nuestro potencial turístico y nuestra trimilenaria historia.

Ojalá estos deseos, estos sueños y estas intenciones se plasmen en inversiones y no se transformen en otro proyecto que se eterniza en infinitos titulares de prensa que luego quedan en nada, algo a lo que ya nos tienen demasiado acostumbrados.

Tal vez por eso andamos como adormecidos e hipnotizados ante el abandono y la degradación de un paraje tan magníficamente verde como nuestro Parque Rafael de la Cerda, lo que hemos conocido de toda la vida como ‘Los Canales’. Y he dicho «nuestro» con toda la intención del mundo, porque me sorprendió leer un comunicado de la mancomunidad señalando que el uso del complejo era exclusivo para los empleados de la institución, cuando llevo jugando entre sus árboles y bañándome en sus piscinas desde que era niño, sin que mis padres hayan tenido nunca nada que ver con nada que se le parezca al suministro y distribución del agua. Más allá de anuncios de intenciones y supuestos objetivos renovados, la aplastante realidad es que, hace apenas una década, nuestro parque de Los Canales despertó de una especie de letargo. Fue un despertar propiciado por los responsables de entonces. Se habilitaron nuevos atractivos, con el mini parque acuático, el parque aventura y el laberinto de árboles natural más grande de España, como abanderados de este nuevo impulso. Permitan un inciso, pero este aventurero y laberíntico reclamo apenas ha sido aprovechado como, seguramente, sí harán en Benidorm, donde nos han copiado la idea, aunque en esta ocasión la apuesta procede de la inversión privada. ¿Quién sabe? Tal vez sea esa la clave; que lo que hacemos con dinero de todos, lo acabamos infravalorando y menospreciando como si no fuera de nadie.

Y puede que sea eso mismo lo que nos inmuniza contra la decisión de dejar que el renovado parque, que hace no tanto generaba colas y atascos por el espectacular ‘boom’ de familias y grupos de amigos que lo volvían a visitar, decaiga de nuevo de tal manera hasta anunciar su cierre. Lo peor es que ni siquiera nos preguntamos a qué se debe que permitan esa degradación.

Solo en ese momento y tras una moderada reacción, apoyada más en las conveniencias políticas que en el despertar social, parece producirse una especie de marcha atrás, con excusas inexcusables e inexplicables. La iniciativa de recopilar firmas contra este despropósito debería ser secundada por todos, aunque no soy muy optimista al respecto.

Resistirse a las mareas de la indiferencia y la manipulación jamás ha sido sencillo, pero salgamos de nuestra estulticia y espabilemos. Claro que hay que impulsar nuevos proyectos, pero para seguir creciendo, el primer paso debe ser conservar en condiciones lo que ya tenemos. Un buen amigo, que ahora viaja a mi lado, gusta de una de esas frases que ni él ni yo sabemos muy bien de dónde ha salido: «Hace más el que quiere que el que puede». Dejémonos de laberintos y empecemos por buscar la salida más fácil para evitar que los árboles nos impidan ver y disfrutar de nuestro magnífico bosque de Tentegorra

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