Opinión | Luces de la ciudad

Un mal día lo tiene cualquiera

Ahí ando, sumido en este estado discordante, en este día tonto en el que lo quiero todo y nada a la vez

Nik / Unsplash

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Mientras untaba de mantequilla una tostada en la terraza de una cafetería —que nadie piense en tangos ni en París—, dos mujeres desayunaban también en la mesa de al lado. No paraban de hablar, bueno, en realidad solo hablaba una, mientras la otra se dedicaba a poner objeciones o a negar rotundamente cualquier propuesta de la primera. 

Reconozco de inmediato el estado emocional de esa segunda mujer, aunque ignoro si ese es su estado natural o solo tiene uno de esos días tontos en los que andamos peleados con la vida. Muy a mi pesar, en ese instante, me siento identificado con ella.

El caso es que yo, que suelo ser una de esas personas que, en la mayoría de las ocasiones, ve la botella medio llena —la de la vida, no la de vino—, hoy también me encuentro con esa desagradable sensación de estar enfrentado al mundo. Nada me parece bien y, a su vez, me molesta que nada me parezca bien. Ninguna pieza del puzle encaja en su hueco y todo a mi alrededor es una sucesión de contradicciones que me obliga a tomar una decisión tras otra, y todas ellas en contra de mi voluntad.

Hoy no me quiero levantar —aunque el fin de semana no me dejó fatal—, pero tampoco quiero seguir acostado. No quiero salir, pero no quiero estar encerrado. Me molesta el sol, pero también la lluvia. No quiero hacer nada, pero no puedo estar parado. Rebato cualquier tesis u opinión, da igual a quién o el qué, sin argumentos convincentes. 

Me quejo de los conductores cuando soy peatón y de los peatones cuando conduzco. Me molesta hasta el aire que respiro. Aún así, soporto con resignación esta actitud de continua oposición donde solo persiste la idea de lo incoherente, de lo absurdo, en donde cada propuesta afirma lo que la otra niega.

Y ahí ando, sumido en este estado discordante, en este día tonto en el que lo quiero todo y nada a la vez, en el que pierdo la objetividad para discernir entre lo verdadero y lo falso, en el que desaparece el sentido común y el interés por la apariencia y en el que me siento agraciado con el don divino para quejarme, criticar, juzgar o censurar a mi libre albedrío.

Sin embargo, las cosas no son como pensamos, sino como son, por más que digamos o hagamos, por tanto, y a pesar de la mente nublada, soy plenamente consciente de la inutilidad de esta actitud que deja pasar un tiempo precioso e irrecuperable mientras yo lo pierdo en una lucha encarnizada e infructuosa contra el resto del mundo. 

En fin, un mal día lo tiene cualquiera.

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