Opinión | OLVIDO Y MEMORIA
El Boliche de Canillejas
Fue un pintor único al que le colgaron la etiqueta de 'naif'
Es cierto, que en general, el arte naif inspira ternura ; es natural que así sea porque en su denominación de origen está la ingenuidad, que es uno de los valores que se perciben al primer encuentro. Pero existen excepciones extraordinarias. Lorenzo Aparicio, el Boliche de Canillejas, fue un pintor único al que le colgaron la etiqueta de naif, más por sus características personales que por el arte autóctono que practicaba. Lo naif es un término que se usa con tendencia expansiva y equivoca el diagnóstico con frecuencia.
El Boliche de Canillejas, como a él le gustaba que le llamaran, habia nacido en agosto de 1900 y vivió 87 años del siglo XX, el de las grandes vanguardias. Estuvo en la guerra de África y en 1921, combatiendo contra los moros, decidió seguir el sueño de pintar. Franco en persona le encendió un cigarrillo por haber abatido un javalí.
Hay en su pintura unas características permanentes que no encajan al cien por cien en el estilo, si acaso, y si fuera posible, abriendo una puerta extra al naif del infierno. Aparicio pintaba, según sus propias manifestaciones, por la mañana lo que soñaba por la noche. Esos toreros cogidos y corneados, sangrientos y heridos; sus entierros y velatorios; sus fantasías y, por qué no, sus elucubraciones en colores vibrantes.
El pintor fue albañil de la Diputación de Madrid, tenía un taller cedido en los bajos de la institución, donde utilizaba material de deshecho, escayolas, cementos y elementos de construcción para su surrealismo naif. Boliche fue un sabio y un hombre bueno que llevaba bajo el brazo los ladrillos para sus obras como si fueran panes benditos. Usaba dobles gafas y una gran barba encanecida partida en dos como las de los últimos eremitas de la Sierra de Córdoba, y en el pecho, una fragua como la que pintara Velázquez.
El tiempo, además de envejecerlo, lo fue empequeñeciendo en su tamaño corporal, todo lo contrario en el artístico; su imagen antojaba a un vagabundo con la singularidad de una displicencia hacia el dinero; él buscaba la gloria y estaba soberbiamente convencido de su importante aportación artística y literaria. Dejó unas singulares memorias de 2500 páginas.
Por decisión propia, no entraba en los museos por no contagiarse. A la puerta del Prado se quedó muchas veces, cuando caminaba cual sabio distraído, como un genio suelto, por las calles de su Madrid. Su arte lo creaba en formas de relieve, yesos y escayolas, con alambres retorcidos. Llegó a exponer en una muestra en Puerto Rico, junto a Picasso, codo con codo, y otra vez que lo hizo en Cataluña, Dalí le compró una pieza. Dicen que un dibujo o un cuadro suyo cotiza en los mercados internacionales del arte; sería una deseable verdad. En Carabanchel, barrio de su ciudad natal, hay un pequeño museo con parte de su obra.
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