Opinión | El retrovisor

Palabras de amor

Se ha dicho muchas veces que las grandes bibliotecas son como inmensos cementerios de ideas, de palabras. En los miles de volúmenes alineados en sus estanterías encontramos el mensaje vivo de sus autores, el fiel reflejo de su personalidad, de su forma especial de ver el mundo y la vida.

Pero, ¿y la voz? Porque si la letra es la palabra muerta, la voz es, sin duda, la letra viva. Los enamorados ya no se escriben cartas como antaño, ni el carmín sella el papel, ni el perfume embriaga la cuartilla con el aroma de la enamorada. La comunicación por mensajería electrónica lleva incluido el beso, el corazón, el abrazo con iconos faltos de una sensibilidad individualizada no da opción a la creatividad de las parejas que viven el amor.

La voz, la palabra, sí permite, de momento, emitir sonidos que muestren el afecto, el cariño hacia nuestras parejas. Los hay más y menos cariñosos, los que tienen dificultad para expresar sus sentimientos, y también los hay que se pasan con sus calificativos llegando al colmo de la cursilería y de la ñoñez. ¿Quiénes dicen más cursilerías dentro de una relación afectiva e incluso conyugal, ellos o ellas?

Todo esto me viene a la cabeza al escuchar (sin querer, lógicamente), tumbado en la playa y haciéndome el dormido, a una pareja en la que él emitió todo un torrente de vocablos afectivos, toda una demostración de cariño, o tal vez fuera puro peloteo. No, el asunto no se limitó a un churri, ¿te pongo la crema solar? No, fue mucho más allá cuando el mancebo enamorado le espetó: ¿caramelito, te apetece una cerveza? No contento con ello, al ver a su amor salir del agua, le soltó un ¿tocinito de cielo, quieres la toalla? Ella, por su parte, miraba a su alrededor por si alguien escuchaba las lindezas expresadas por su acompañante, haciendo caso omiso a las preguntas del citado cursi: Corazón, gallinita, belleza sideral, mi reina, mi sultana, mi princesa, mi chochín, mi vida, mi amor, mi chichí, mi merengue de fresa… fueron algunos de los apasionados posesivos expresados por el gentil enamorado.

Al retirarme como un salmonete, tras tres horas al sol y de escuchar tamañas gilipolleces, la señorita en cuestión, objetivo de aquellas sutilezas, al ver que levantaba mi cuerpo serrano de la tumbona, se agarró a mi fornido brazo y me preguntó con mucha educación si la invitaba a un güisqui, musitando tan solo un: Usted me comprende, ¿verdad? A lo que contesté afirmativamente dándole toda la razón y convidándola toda la calurosa noche de verano.

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