¿Qué puede llevar a un joven de clase media o baja y entre los 16 y los 30 años, es decir, entre el Bachillerato y la carrera universitaria, a votar a un político que promete liquidar la enseñanza pública y a hacerlo ‘sin gradualismos’, o sea, ya? ¿Qué puede conducir al ciudadano medio de entre los 30 y los 80 años a votar a quien asegura que suprimirá la sanidad pública y que ni siquiera nombrará a un ministro con esa cartera?
Hace meses que dedico atención en las televisiones argentinas, de manera tan adictiva que me he obligado a reducirla a media hora diaria, a las noticias y tertulias en torno a Javier Milei. Y no salgo de mi pasmo. Hay cosas que entiendo: el peronismo es un populismo mafioso que, con la milonga de una jerga izquierdosa enriquece a una oligarquía insaciable de la que forma parte la propia élite política. Entiendo que produzca arcadas la sola mención del nombre de Cristina Kirchner. Entiendo que ella y el presidente vigente hayan permanecido escondidos para que el tal Massa no sea relacionado con la corrupción y la ineficacia que entre todos representan. Y también que en un país inmensamente rico en recursos que, sin embargo sufre una inflación del 140%, no haya que resignarse a la atractiva oferta de votar al ministro de Economía. Todo eso lo entiendo. Pero...
Prescindo de todo lo que resulta evidente en el personaje Milei: su delirio ideológico llevado al fanatismo, sus aires de patán y la exposición impúdica de sus déficits psicológicos. Pero de entre todo lo que propone, que pertenece a la antología del disparate, la supresión de la ensañanza y la sanidad públicas me deja sin palabras. No por el hecho de que lo proponga, sino por la aceptación entusiasta de los votantes argentinos, particularmente de los más jóvenes. ¿Saben lo que hacen?
Tengo miedo de que esto pueda ocurrir algún día en España. Confío en que nadie podría ganar las elecciones entre nosotros con la promesa de algo similar. Ni siquiera Vox, aunque han sido de los primeros en felicitar a Milei, se atrevería a sugerir algo así, aunque quién sabe. Los tiempos están cambiando, en sentido inverso a lo que cantó Dylan. Se acabó el ascensor social, se acabó la libertad. Después de los demagogos, llegan los liberticidas. Huyamos.