Un libro abierto sobre sus piernas. Delante, una gran extensión de césped muy verde, bordeado de árboles a ambos lados que dan sombra a un camino de tierra con bancos, y al fondo un templo blanco con una única cúpula dorada que reluce bajo un cielo azul. Se ven ya algunas hojas sobre el césped. Es la primera foto que me envía mi hija desde su destino Erasmus. «Mi primera tarde en París», dice. Y en esa frase quiero ver toda su felicidad, cuando la felicidad se presenta como un sueño que empieza, y que yo puedo sentir como mía. Esa noche enviará otra foto, esta vez con la silueta de la Torre Eiffel a lo lejos, asomada sobre los tejados e iluminada.
Vivimos vidas superpuestas cuando tenemos personas a las que amamos y sentirlo así nos consuela del alejamiento y la soledad, tan temidas. Contradice la sensación, tan aparentemente real, de que la vida se va cerrando en capítulos. Más bien se desdobla y avanza en círculos que absorben cada cosa a su paso. Así me defiendo yo de ese síndrome del nido vacío por el que todos tenemos que pasar tarde o temprano y que se experimenta como una sensación de soledad y desamparo al desaparecer la cercanía en una relación tan especial como es la paternofilial. Veo en sus fotografías una felicidad hecha de vida por explorar y de belleza prometida, pero también puedo ver un anhelo que está lleno de pasado. Y en ese anhelo proyectado al futuro deposito toda mi esperanza, como lo hace ella sin darse cuenta, con la inocencia de la edad y la ilusión de una juventud que cree que los tesoros de la vida estarán siempre al alcance.
Es difícil aceptar que la vida ha pasado, que el tiempo avanza imparable como una flecha lanzada hacia delante sin razón aparente y que la juventud no vuelve. ¿Es un consuelo revivirla a través de los hijos? ¿Es ese desdoblamiento su mejor regalo? Creo que sí. Los hijos redoblan tu propia vida. El otro regalo es una lección que nos enseña que el amor y la libertad van unidos, de la misma forma que la vida y la renuncia, tal como lo expresa la pintora Celia Paul: «Pienso en cómo hacer para vivir y valorar la vida y al mismo tiempo renunciar a ella, y en si yo podría llegar a domar y atemperar mi anhelo, la ansiedad y la soledad que siento cada vez que termino un cuadro o que una persona se va, aprendiendo a seguir adelante, sin resignación, pero tranquila». No se trata de que ellos vivan lo que tú no pudiste vivir, es su vida. Pero de su vida, una parte es tuya, te llevan consigo como algo más que un espectador. Estás allí como un testigo. Puedes no solo imaginar, sino sentir cómo la brisa acaricia la hierba del Jardín de Luxemburgo, tocas las hojas secas como se recogen los detalles que guardan el sabor de toda una vida, por ejemplo, y recrear las múltiples posibilidades que desechaste.
Quizá no dure para siempre y llegue el momento en el que ese hilo entre padres e hijos se rompa. Quizá sea el único hilo irrompible.