Limón&Vinagre

La Medea australiana que resultó ser inocente

Kathleen Folbigg, en una imagen de vídeo, en su casa tras haber salido en libertad.

Kathleen Folbigg, en una imagen de vídeo, en su casa tras haber salido en libertad. / Cortesía de Kathleen Folbigg / AFP

Josep María Fonalleras

Esta es una historia que empieza mucho antes de que un tribunal de Nueva Gales del Sur, en Australia, en 2003, condenara a Kathleen Folbigg a 40 años de cárcel por haber asesinado a sus cuatro hijos durante la década que va de 1989 a 1999. Esta es una historia que comienza con un pediatra llamado Roy Meadow, un doctor reconocido con premios y distinciones, que en 1977 estableció un síndrome según el cual había madres que engañaban a los médicos con simulaciones o exageraciones de los síntomas de sus hijos para hacerse las simpáticas.

Con este afán por culpabilizar a las mujeres en general, en 1989 (justo cuando Kathleen Folbigg perdía a su primer hijo, Caleb) fue un paso más allá y escribió un libro -ABC of Child Abuse-, en el que establecía una máxima que pasó a ser dogma de fe en el entorno jurídico anglosajón. Se conoció como la ley de Meadow, una mezcla de chiste de barra de bar, pretendida sabiduría genética y falta absoluta de rigor. Dice así: «Una muerte súbita es una tragedia; dos son sospechosas, y tres es un asesinato, hasta que se demuestre lo contrario».

En 1999 (justo cuando Kathleen Folbigg perdía a su cuarto hijo, Laura), el doctor Meadow aseguraba que «la muerte súbita de los bebés se ha utilizado muchas veces como un diagnóstico patológico para evitar verdades incómodas». Todo este cóctel, mezclado con lo que The Guardian ha calificado como «estereotipos misóginos», sirvió para que el tribunal condenara a Folbigg, considerada desde entonces como «la peor asesina en serie de Australia». Según el fiscal de entonces, «nunca, en la historia de la medicina, ha habido un caso como este».

Un caso en el que morían Caleb (de 19 días, con problemas respiratorios), Patrick (de 8 meses, con epilepsia), Sarah (de 10 meses) y Laura (de 18 meses), ambas con la mutación de un gen que afectaba al corazón. Todo esto, todas estas enfermedades genéticas y hereditarias, no se sabía o no quisieron saberlo o no lo tuvieron en cuenta, porque, como dijo Meadow, que las muertes fueran naturales era «una probabilidad entre 73 millones».

Esta es una historia muy triste, muy cruel, que en su momento desató la parte más oscura del ser humano, y que ahora la ciencia y la casualidad han aclarado, después de que Kathleen haya pasado 20 años en prisiones de máxima seguridad. «Siempre he pensado y pensaré en mis hijos y lloro por ellos; los he echado de menos y los he amado mucho», ha dicho, de este calvario, en su casa, con un ademán tranquilo y un comportamiento discreto, mientras colocaba un ramo de flores en un jarrón y acariciaba a un perro.

Dos llamadas telefónicas

Hablamos de ciencia y casualidad. Y de dos llamadas telefónicas. La primera, de un abogado que antes había sido científico y que había estudiado inmunología con una eminente investigadora. David Wallace se interesó por el caso y habló con su exprofesora, Carla García de Vinuesa. No lo veía nada claro. Aquí empezó la investigación que confirmó que todos los bebés murieron por causas ajenas a la voluntad de la madre. La segunda, poco después de saber que había sido indultada, de Kathleen a García de Vinuesa. Tres de la madrugada en Inglaterra. Desde Australia, la madre inocente le dice a la doctora que su deseo más intenso es «cambiar el epitafio de mis hijos y decir que no fueron asesinados».

Ella lo sabía, pero los jueces, expertos, periodistas, la opinión pública, opinaron lo contrario. Cuando fue condenada, The Age of Melbourne publicó una crónica que titulaba así: «Kill them softly» (Mátalos suavemente, como en la canción). Y relacionaba la tragedia con la carga genética del padre (que, ese sí, había apuñalado a la madre de Kathleen cuando ella tenía 18 meses), las privaciones de una infancia sórdida y un afán de emular a Medea, «la mujer que asesina a sus hijos y hace temblar los cimientos de la civilización». Y también dijeron (un digital, News.com.au) que era manipuladora y mentirosa y que nunca sería vista como la «santa cruelmente denostada, como defienden sus partidarios», sino como un monstruo sin alma.

Esta es la historia triste de una niña que creció en orfanatos y casas de acogida, que se casó jovencita y que escribió: «Me siento como la peor madre del mundo». La condenaron por los gritos ahogados y sordos que escribía en un diario, como un intento desesperado para huir del drama. Las «palabras de una madre aquejada», ha declarado el comisionado que ha revisado la sentencia y que ha demostrado lo contrario de lo que pretendía el doctor Meadow.

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