Cuando una estrella se apaga

Don Quijote y el barco encantado, por Michel-Ange Houasse

Don Quijote y el barco encantado, por Michel-Ange Houasse

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Debía de haber resonado innumerables ocasiones en sus oídos, pues todo el mundo conocía y cantaba el romance de la gloriosa aventura del infante Arnaldos, ocurrida en fecha tan señalada como la mañana de San Juan, en la que el famoso conde encontró una nave enigmática, con velas de seda, cubiertas de coral, jarcias de oro y anclas de plata. A bordo, un tripulante cantaba una misteriosa canción. El mundo se detenía al escucharla. Quedaba atónita la creación entera: hombres, animales, aves y peces, hasta los vientos y el oleaje del mar. Desvelar el misterio que ocultaba este canto, pronunciado por un nuevo Orfeo, estaba reservado, sin embargo, sólo a quien se atreviera a subir al barco divino. Estas y parecidas historias hierven en el cerebro de Don Quijote, quien desea para sí que el universo mágico de las novelas de caballería se convierta en el único mundo posible. A cada paso dado, encuentra oportunidad para teñir con los colores del mito la vida gris que le rodea, por más que sus deseos se vean continuamente defraudados por una realidad que es terca, pertinaz, resistente. 

Héroe y escudero habían llegado en esta ocasión a las riberas del Ebro. Frescos en la memoria quedaban amargos desengaños, heridas profundas infligidas en acontecimientos humillantes para el Caballero de los Leones. Lo atormentaba el recuerdo de Dulcinea, sometida a las malas artes de un encantamiento del que aún no había sido liberada. 

¡Cercano estaba el hiriente ridículo y la vergüenza sufrida durante pasadas aventuras que acabaron en lluvias de palos e insultos. Ahora una barca vacía en la orilla parecía ofrecer una nueva aventura, al ejemplo de los libros de caballería; la barca habría sido puesta allí por medios mágicos para que algún valiente guerrero fuera a liberar a una persona cautiva en las mazmorras de un lejano castillo. Arrastrados por la corriente, y pensando que ya han cruzado milagrosamente medio mundo y hasta cambiado de hemisferio, se aproximan hasta unas aceñas que aprovechan la fuerza del río para moler el trigo. Solo la acción de los molineros, blancos por la harina y a quien el viejo hidalgo toma por fantasmas, evita que Don Quijote y Sancho mueran entre las ruedas de aquella maquinaria hidráulica, mientras la barca quedaba destruida por completo. 

Vuelto ya a la realidad cotidiana, que Don Quijote considera extraña y falsa, el abatimiento más feroz cae sobre el paladín manchego. Cree que ha fracasado en su misión de salvar a quienquiera que estuviera encadenado en el castillo que en su mente formaba la arquitectura de las aceñas. Empapado y medio ahogado, no escamotea el pago por la embarcación a los indignados pescadores, víctimas de sus desatinos. Está convencido de que en su vida operan potencias contrarias que le sumen en la vergüenza y el oprobio

Por primera vez siente los efectos de las fuerzas ocultas de la locura, que él identifica con dos magos o encantadores antagonistas. 

Uno lanza a Don Quijote a la aventura del honor, al reino de lo maravilloso y del noble combate; otro, por desgracia para él, es un brujo malvado y un burlador, que todo lo altera y los transmuta para robarle no ya la gloria del triunfo, sino (lo que es más doloroso) la ocasión de hacer una obra bondadosa, de liberar al oprimido y de levantar al sumiso. 

Abatido y quebrantado más que en ninguna otra aventura adversa, Don Quijote exclama, ante aquellos molineros enharinados y atónitos pescadores de río, un sonoro «¡Yo no puedo más!» , que hubiera sido digno de Cristo en la cruz. Queda a la vista de todos el dolor que le causa vivir permanentemente envuelto en el espejismo de un mundo que no entiende, que no deja de cambiar, de modificar su forma, de esconder su significado. 

Todo son engaños y visiones que se desmienten mutuamente. La vorágine de una ciega oscuridad de errores lo confunde. Ni siquiera su misión de caballero, ni la fama de sus hechos, que ya circula impresa, bastarán para devolverle la confianza en la vida. 

Ha comenzado el declinar de su estrella. 

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