Don Quijote ante la prueba del abismo

De lo trágico y grave pasamos a lo jocoso y ridículo. La venta se ha convertido en una divertida vorágine, en una espiral de personajes, sentimientos y circunstancias

Lago de brea hirviente, Gustave Doré

Lago de brea hirviente, Gustave Doré

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

La segunda salida de Don Quijote toca ya a su final. Su última estancia en la venta de Juan Palomeque, llamado ‘El Zurdo’, resultó fecunda en emociones, encuentros sorprendentes, reconciliaciones de amantes que a punto hubieran estado de acabar trágicamente, lecturas agradables y edificantes en voz alta para solaz de los allí presentes, y en fin, hasta visitas inesperadas de cuadrilleros a la caza de un rocambolesco libertador de galeotes que andaba suelto por aquellas soledades. De lo trágico y grave pasamos a lo jocoso y ridículo. La venta se ha convertido en una divertida vorágine, en una espiral de personajes, sentimientos y circunstancias; aquellos muros humildes con estancias provistas de muebles mugrientos son la cristalización de un auténtico mundo en miniatura.

Todo es posible gracias al hado que envuelve a Don Quijote, con el que atrapa en su locura a cuantos con él se encuentran. Damas respetables aceptan la farsa de ser princesas exiliadas de su reino por terribles enemigos, a los cuales acuchilla sin piedad el caballero de la ‘triste figura’ antes de que algún encantador los transforme en inertes y martirizados odres de vino; y por arte de magia, puede quedar inmóvil y colgado del brazo el héroe manchego horas enteras. También el ventero hace particular apostolado de los libros de caballerías que, impresos bajo licencia, han de ser verdaderos por fuerza. Llevado por el entusiasmo, El Zurdo cuenta las aventuras de su admirado Cirongilio de Tracia; y movido por la emoción, recuerda, o inventa (pues lo que va a decir no consta en crónica alguna), cómo el célebre caballero somete a una enorme serpiente de fuego que había aparecido en un río, y cómo agarrándola por la cabeza, desciende a un mundo subacuático, lleno de bellezas, palacios y jardines, donde el atrevido guerrero escuchó muchas cosas y le fueron reveladas grandes verdades, tantas «que no hay más que oír».

También Don Quijote es un nostálgico del abismo; sueña con entrar en él y apoderarse de sus secretos. Abandonada ya la venta, cautivo por un nuevo encantamiento y llevado por gente embozada en un carro de bueyes de vuelta a su aldea, todavía declara su fe incondicional en las historias de caballeros, y desea para sí, análogas aventuras. Poseído por un arrebato que parece visionario, incluso profético, pide al canónigo que casualmente seguía la misma ruta que aquellos que llevaban a Don Quijote y que había trabado amistad con él, que imagine el ánimo de cualquier buen caballero que, en el curso de sus aventuras, acude a un lugar espantoso, terrible, cargado de negros presagios, poblado de monstruos desconocidos a la vista humana y que habitan en un lago de brea encendida. En un momento, aquel caballero imaginario se arroja al lago, y se sumerge en un mundo de bellos paisajes cruzados por ríos; poblados por árboles, que acogen multitud de aves cantoras de melodías jamás escuchadas antes; castillos, palacios, decorados con tales brillantes, rubíes y piedras preciosas que recuerdan a las enigmáticas artes de la alquimia; aquí se escucha música que encanta y reconforta, sin que pueda saberse de dónde procede

Hombres cargados de sabiduría y doncellas llenas de belleza y virtud habitan el lugar. Se abre un mundo desconocido. Conversaciones sagradas explican misterios y anuncian destinos. 

Es la prueba de iniciación necesaria para cruzar el umbral de lo desconocido, vencer el miedo y alcanzar un estado nuevo, como de resurrección, de dicha, de virtud, de valentía, de superación. Don Quijote se declara preparado. Piensa en el verdadero honor, consistente en la entrega a los demás, en hacer el bien indiscriminadamente a toda criatura viva. Los buenos sentimientos, que se quedan sólo en la intención, muertos están; pues muerta estaría la fe sin obras. Esa suerte de mística misión le hace rejuvenecer, recobrar fuerzas y buscar, por dondequiera sea menester, para cruzarlas, las puertas del abismo. Bondad, agradecimiento y amor a la humanidad anegan el corazón del viejo. 

Y le llaman loco.

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