Tribuna Libre

Profunda oscuridad

Josep María Fonalleras

Lo escribía hace una semana Beatriz Pérez en un reportaje, en estas mismas páginas, sobre el alzhéimer precoz: «Hay, quizás, algo más duro que sufrirlo: ser consciente de la propia enfermedad». Esta tierra de nadie es un acantilado sobre la playa tranquila que yace al fondo. Es el momento de la conciencia inquieta antes de la serenidad amorfa del final. Hablaba Pérez de esos instantes en la vida de alguien que conoce un futuro ineluctable contra el que todavía hay tan pocas armas en el arsenal. Hablaba de ese conocimiento de los procesos irreversibles, de la lenta llegada del vacío, del camino que lleva al reino de la «profunda oscuridad». Así lo definía Iris Murdoch, en una de sus novelas, antes de ser víctima de la enfermedad: «Tenía la sensación terrible de que si no conseguía atraparlo en ese momento, acabaría desapareciendo para siempre, hundido en la profunda oscuridad».

El profesor John Bayley, el marido de Murdoch, escribió un libro, Elegy for Iris, que reflejaba con delicadeza sus pasos hacia el olvido de todo y, al mismo tiempo, era un dietario que exhibía detalles crueles, como que Murdoch acababa mirando (y eso la distraía) los Teletubbies en la tele. Dicen que Jonathan Swift, el de Los viajes de Gulliver, también sufrió una demencia similar. Hablando de la tribu de los Struldbrughs, escribe que cuando llegan a los 90 años «olvidan el nombre de las cosas y de las personas, incluso de los más cercanos, y no se entusiasman con lo que leen porque justo después de haber leído una línea ya se han olvidado».

¿Cuáles son los mecanismos que ponemos en marcha cuando nos informan de que todo lo que nos pasaba (la desorientación, la pérdida de memoria, la falta de palabras, el desconcierto ante la cotidianidad: ¡los cordones de los zapatos que ya no sabemos cómo se atan!) se concreta en un diagnóstico tan desolador? Además, gracias a los avances de instituciones médicas como el Barcelona Beta Brain Research Center, de la Fundación Pasqual Maragall, estamos vislumbrando la posibilidad de que los biomarcadores puedan predecir la enfermedad años antes de su desarrollo. ¿Cómo afrontar una daga como esta sobre el pecho, una sentencia que espera al final del pasillo? No sé. Quizás solo queden palabras como las que Bayley escribió al final de su libro: «Cada día estamos físicamente más cerca. Iris no navega en la oscuridad; el viaje ya ha terminado y con el oscuro acompañamiento del alzhéimer, ha llegado a un lugar, no sé cuál. Yo también». 

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