Jodido pero contento

La batalla que Rusia perdió antes de ser librada

Bandera de Rusia rota.

Bandera de Rusia rota.

Dionisio Escarabajal

Dionisio Escarabajal

Antes de que España perdiera las guerras coloniales, nuestros territorios de ultramar, uno por uno, fueron adjurando de su lealtad a la corona española y a la metrópoli imperial. La guerra de Cuba contra los americanos no fue nada más que una batalla en una guerra que se había perdido antes en las cabezas y los corazones de la burguesía criolla dominante en la colonias que, paradójicamente, dirigieron la insurrección contra la patria de sus ancestros. Y no solo le pasó al imperio español con sus colonias, les sucede a todos los imperios coloniales, como el francés en Argelia o Inglaterra en la India. Y también, como no podía ser de otra manera, le ha ocurrido al imperio ruso, transformado en imperio soviético con la revolución bolchevique y vuelto a sus antecedentes zaristas, fervor religioso incluido, en los tiempos del autócrata Vladimir Putin.

La guerra de Ucrania, cuyos antecedentes cuenta con precisión el historiador Serhii Plokhy en su libro recién publicado sobre la guerra ruso-ucraniana, se fraguó precisamente por el ansia de independencia abrumadoramente expresada por la población en un referendum plenamente democrático cuando todavía existía la URSS y Mijaíl Gorbachov era aún su máximo dirigente. El resultado del referendum de independencia en Ucrania fue un mazazo en la conciencia de los últimos dirigentes de la Unión Soviética, justo porque consideraban, como repetía el actual presidente de Rusia hace algún tiempo, que la población rusa constituía un mismo pueblo y una misma nación histórica con Ucrania (la pequeña Rusia) y Bielorrusia.

El referendum promovido unilateralmente por el que los ucranianos, de los que casi un 40% usaban exclusivamente el ruso para comunicarse, expresó su deseo de caminar por libre, fue el estoque mortal que puso punto final de hecho a la Unión Soviética. Los historiadores rusos siempre habían dicho que no podía existir imperio ruso sin Ucrania. Cuando las noticias del resultado de la votación llegaron a los incrédulos dirigentes del Politburó, todos supieron que jamás existiría ya una nueva versión transformada de lo que había sido un glorioso imperio zarista y un no menos glorioso y ambicioso imperio socialista. 

A partir de ahí, los Estados Unidos, que usaron todos sus recursos para ayudar a una transición pacífica por la cuenta que les traía, arbitraron y respaldaron los acuerdos entre las nuevas naciones independientes que resultaron del desmembramiento de la URSS, pensando sobre todo en el armamento nuclear instalado -pero no controlado- en territorio ucraniano. 

Resulta al menos paradójico que un presidente de Rusia ponga como excusa para invadir Ucrania un pacto que nunca se firmó, por el que la OTAN no avanzaría hacia el Este -aunque se habló reiteradamente de ello, sobre todo por parte rusa- y no respete otro pacto que se firmó en Budapest en 1994 con luz y taquígrafos y con la participación como avalistas de al menos dos miembros del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. A partir de la independencia de Ucrania, aceptada finalmente aunque de manera reluctante por Rusia, esta intentó por todos los medios -de forma pacífica y legítima al principio- crear un espacio común de cooperación económica y política a semejanza de la Unión Europea y, ante la falta de interés de sus antiguas naciones constitutivas a independizadas, en un remedo de la Commonwealth, el organismo de cooperación internacional que agrupa al Reino Unido con sus antiguas colonias para mantener calientes los rescoldos de lo que un día fue el mayor imperio del mundo. Simultáneamente a esta política centrada en el ejercicio del poder blando a través de la influencia cultural y económica en el antiguo hinterland imperial, la Rusia de Boris Yeltsin y de sucesor designado, Vladimir Putin, se empeñaron en poner la fuerza bruta necesaria para mantener unida a la Federación Rusa. Ni a Putin ni a Yeltsin les tembló el pulso al enviar tropas y ejercer una represión brutal contra los secesionistas chechenos, hasta que consiguieron doblegar la insurrección a sangre y fuego. 

Pero cuando georgianos y ucranianos -pueblos con mucha mayor vocación europea y tradición democrática que el engendro euroasiático ruso- dejaron evidente su deriva hacia Occidente, los rusos, que ya habían visto escapar de su área de influencia a los antiguos países del este, reaccionaron de forma violenta, ocupando partes de Georgia, Moldova y la Crimea ucraniana. Lo que consiguieron los polacos, húngaros, checoslovacos, rumanos, búlgaros y bálticos, sufridores todos ellos del yugo soviético, que aprovecharon los escasos tiempos de calma preautoritaria en su vecino del Este para amarrar su pertenencia al Occidente democrático a través de su ingreso en la UE y en la OTAN-, Rusia no estaba dispuesta a consentirlo en la siguiente muñeca dentro de su matrioska imperial: las naciones a las que Lenin consintió e incluso animó a operar como naciones independientes dentro de la confederación de la gran patria proletaria. Esta, en la visión de Lenin era solo el germen de un imperio global que abarcaría cada una de las naciones del planeta. Justo lo opuesto que quería Ioseph Stalin, que siempre vio al comunismo como un escalón necesario para cumplir el destino imperial de Rusia. A la muerte de Lenin Stalin decidió dejar las cosas como estaban, contando como contaba con la garantía de unidad y centralización del poder que le prestaba el Partido Comunista de la Unión Soviética, cuyas organizaciones nacionales tenían escasa autonomía frente a un Politburó omnipotente.

La independencia nacional de Ucrania frente a Moscú, como la de Georgia y Moldova, fueron batallas contra el tiempo en las que Rusia perdió una oportunidad preciosa para haber actuado de forma decisiva, como sí hizo, fruto de la lección aprendida, en Bielorrusia, enviando tropas para masacrar a los manifestantes que clamaban contra el flagrante fraude electoral que mantenía en el poder a su presidente Aleksandr Lukashenko, un títere de Rusia. 

El problema, y la raíz de esta guerra que Putin ya ha perdido irremisiblemente en el corazón y en las cabezas de los ucranianos, no es la brutalidad de Rusia y su presidente, el problema es que actuó cuando ya el espíritu libre de los ucranianos había escapado definitivamente de la esclavitud rusa. Por eso es una guerra perdida, incluso si Rusia ganara todas las batallas.

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