Hace unos años, estaba sentado en la orilla del Mar Menor en pleno mes de agosto, charlando con un ser humano bastante más joven que yo que vigilaba los juegos de su hijo, un niño de unos 5 o 6 años, en la arena y en el mar, donde el crío se estaba pasando un rato estupendo pescando con una botella de cristal y trocitos de pan pequeños peces que ponía en un cubo con agua, devolviéndolos al mar antes de retirarse de la playa (no les explico aquí cómo se pesca con una botella de cristal porque si no lo saben es porque no han veraneado nunca junto al Mar Menor).
Pues que estábamos allí tan ricamente cuando vimos salir del agua a una pareja joven, ella hija de un vecino conocido y él un hombre negro, grande y atlético que llevaba un bañador de esos pequeños y ajustados confeccionado con un tejido que imitaba la piel de leopardo. Nosotros los miramos y el niño también, y entonces el pequeño dijo: ‘qué bañador más raro lleva ese hombre, ¿verdad, papá?’
Está claro que en un pequeño pueblo a la orilla del Mar Menor no suelen verse desde hace años bañadores de ese tipo, pero lo que realmente observé con sorpresa es que al chaval le llamara la atención el bañador y no que el hombre fuese negro, que lo consideró la cosa más normal del mundo, mientras que para mí lo que destacaba era fundamentalmente ver a una persona de color bañándose en esta tan tradicional playa cartagenera.
Así se lo hice saber a su padre y él me respondió lo siguiente: ‘Tanto mi hijo como mi hija van a un colegio público de barrio en el que conviven niños y niñas de todas las procedencias posibles. La mayoría son de aquí, pero hay asiáticos, árabes, africanos, rumanos, rusos, y de otras nacionalidades, por lo tanto, para ellos es lo mal natural del mundo que una persona sea de color. De hecho, la mejor amiga de mi hija en el colegio es murciana, aunque de padres chinos, así que suele venir por mi casa y todos estamos acostumbrados a la mezcla de razas y colores de piel. Por cierto, la niña china tiene más acento murciano al hablar que mis propios hijos, y ellos acostumbrar a estar y a jugar con chicos de otras culturas con los que conviven en las aulas y en los patios del colegio, y yo considero que eso es muy bueno para ellos’.
He escrito hoy aquí esta historia porque puede quizás servir para intentar comprender dónde está la posible solución, al menos en parte, a algunos de los problemas de racismo que fluyen a nuestro alrededor. Es en la Educación y en la convivencia desde niños con las personas venidas de otros países donde se podrá crear un ambiente de normalidad absoluta en la que el color o la procedencia de los chicos y chicas no sea nunca un motivo de rechazo. Por supuesto que es una minoría en España la que está dispuesta a llamar ‘mono’ a un ser humano, y vergüenza debería darles comportarse así, pero, les dé o no les dé, estas personas deben tener su castigo correspondiente. Es vital proteger, financiar con generosidad y cuidar como oro en paño nuestra enseñanza pública, pues es ahí donde se dan mayoritariamente estas convivencias que proporcionan un modo de pensar en el que llama la atención un bañador y no la piel del que lo lleva.
He visto en los estadios a chicos mirando a su padre con asombro al verlos gritar barbaridades a los árbitros o al equipo contrario, y, claro está, comenzar a imitarlos. Imagino a todos los chavales que estuvieran viendo el partido de esta semana y observaran a los energúmenos racistas insultando a Vinicius y tomando nota para hacer ellos lo mismo en cuanto sean algo mayores. Y he tenido en mis aulas a extranjeros de varios colores, unos más estudiosos que otros, exactamente igual que los de aquí. Por cierto, los chinos suelen ser listísimos.