Al cabo de la calle

Las peores heridas

Ilustración de Eva Van Passel Gambín

Ilustración de Eva Van Passel Gambín

Pedro J. Navarro

Pedro J. Navarro

Durante mucho tiempo creí acerca de la existencia de personas, contextos, situaciones o elementos externos al ser humano como los causantes de casi todo lo que nos sucede. Si naces en el seno de una familia determinada, sus ancestros -que son los tuyos- arrastran tras de sí una serie de vivencias que llevan de manera inexorable aparejada una manera de hacer y sentir de la que apenas te puedes escapar. La creencia en que esas personas, o esos contextos, son determinantes a la hora de explicar tus comportamientos te facilita esa sensación de impunidad a la hora de pensar por qué uno hace las cosas como las hace. Esto es, de una manera inconsciente. Y ese atolondramiento te relaja, te permite respirar sin agobios y comportarte de una manera en la que, engañosamente, te sientes libre. No me negarán que esto no les suena. 

De aquí al victimismo hay un hilo muy fino, y es el que a los idiotas les facilita el terreno para comportarse en la vida como si nada les fuera exigible. Es decir, el hecho de carecer del menor sentido de la responsabilidad de lo que pasa a su alrededor tratan de paliarlo buscando siempre la excusa de que no son responsables de nada. 

Tenga ese cometido que ver con el medio ambiente, la política, la economía o los comportamientos cotidianos. Nos referimos al trecho que apenas alcanzan en cualquier comportamiento y es el que para otras personas marca la frontera del compromiso y la mala conciencia, o el sentido extremo de la autoría del aspecto que sea.

Ese último lugar es en el que existe un verdadero peligro de caer una y otra vez. Es el espacio en el que tropezamos una y mil veces quienes fuimos educados en la búsqueda de una identidad ocultada por las circunstancias. Es el terreno habitado entre una y otra posición en la vida. No es un término medio, desgraciadamente, porque si así lo fuera creceríamos en su cauce sin sentido de culpa. Todo lo contrario. Es un maldito extremo en el que todo lo hacemos nuestro. Es la periferia en la que siempre estamos en alerta, en la que no nos permitimos el más mínimo error.

Es el flanco débil sobre el que recaen todas las expectativas del mundo mundial. Las reales y las que convertimos en un escenario de confusión que nos lleva, de manera indisoluble, a sentirnos fuera de la realidad

Conozco a muchas personas a las que les cuesta sobremanera abandonar ese espacio de dolor. En primer lugar, porque no son conscientes de hallarse en un oscuro rincón que solo conduce a la autoagresión. Si uno no es capaz de reconocer esa parte de la realidad, difícilmente pondrá los medios para sanar esas heridas. De ahí que sea complicado combatir la infección de esas magulladuras, porque es entrar de lleno en unas grietas de las que no somos conscientes. Cuesta mucho identificarse, por otra parte, como el principal arquero de esas flechas que tenemos repartidas por el cuerpo, por esas saetas lanzadas sin destino fijo, de manera aparente, pero que más pronto que tarde asoman clavadas en la piel y que explican el dolor sentido.

Hay una cuestión clave en este tipo de heridas. Es que no somos conscientes de ellas. Bueno, en realidad, sus efectos los padecemos de mil y una maneras: ansiedades, depresiones, apatías, insomnios, angustias, adicciones de diverso signo, estreñimientos varios, malestar general, dolor de cabeza… A veces tenemos suerte, o no se sabe bien qué astros o entes se conjuran, y aparece en mitad de la vida, como un regalo, esa persona que es capaz de conectar desde el primer instante con tu psique y te ayuda a romper ese maldito juego autodestructivo. Si no es así, no hay antidepresivo, laxante o analgésico que valga si antes no se descubren las claves que explican esas agresiones que nos causamos desde no se sabe cuándo… aunque revelemos el porqué. 

En otras ocasiones, por el contrario, el destino parece habernos jugado una mala pasada y nos mantiene en ese estado de sufrimiento que no lleva a parte alguna

Pero llegado el instante de la consciencia, que no es otro que del conocimiento de la propia existencia, las riendas de la vida ya no pueden estar en manos de nadie más que de la propia persona. Por salud, por derecho a la felicidad, por la fuerza que el ser humano posee frente al propio ser que quiere llevarle al fracaso. No, queridas heridas, háganse a un lado porque ha llegado el tiempo de la sanación.

Suscríbete para seguir leyendo