Luces de la ciudad

Los tres filtros

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

¿Podríamos imaginar una sociedad distópica en la que no existiera la mentira ni la hipocresía?. A mí me cuesta. Casi con toda seguridad sería una sociedad insípida y aburrida, aunque, al menos, nos libraríamos de las cansinas y tediosas campañas electorales. Pero como el yin no puede existir sin el yang, y viceversa, la verdad también desaparecería en ese mundo antiutópico. Dejemos, pues, las cosas estar, «…y no llorarse las mentiras, sino cantarse las verdades», que escribía Mario Benedetti en su obra Poemas de otros. Por mucho que a veces ‘cantar’ esa verdad cueste.

Aun así, hay que ser prudentes, no podemos ir por la vida diciendo todo aquello que nos pase por la mente sin valorar los posibles daños a terceros. Estas personas, aparentemente sin dobleces, que siempre dicen lo que piensan, aunque no necesariamente sea siempre la verdad, suelen atraernos al principio. Sin embargo, pronto descubrimos que la mayoría de ellas carecen de la sutileza para medir los tiempos, los tonos y las formas, escudadas tras un supuesto carácter personal: «Es que soy así», «soy una persona sincera». En realidad, ¿esto es sinceridad o una metedura de pata continua? No vendría nada mal refrescar la memoria con Aristóteles: «El sabio no dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice».

Reconozco que no resulta fácil ser sincero, sobre todo, cuando eres consciente de que tu sinceridad puede acarrear consecuencias desagradables. Alguna vez las habremos sufrido en nuestras propias carnes, y no necesariamente siempre por cuestiones de calado. A veces, una verdad inesperada por algo irrelevante, trivial, puede dejarte completamente noqueado. Por tanto, ocasionalmente, una mentirijilla piadosa no viene de más, incluso evitar determinadas verdades tampoco, tal y como relata la fábula sobre los tres filtros de Sócrates (verdad, bondad y necesidad), en la que un discípulo llega a casa del filósofo muy agitado para contarle que uno de sus amigos estuvo hablando con malevolencia de él. Sócrates lo interrumpió y le preguntó: —¿Ya comprobaste si lo que me quieres decir es verdadero? —No, lo oí a unos vecinos, contestó el discípulo. —¿Lo que me quieres decir es al menos bueno?, preguntó de nuevo el filósofo. —No, en realidad no, al contrario. Entonces, interrumpió Sócrates, —¿es necesario que me cuentes eso? —Para ser sincero, no. El sabio sonrió, —pues, si no es verdadero, ni bueno, ni necesario, sepultémoslo en el olvido.

Conocido es aquello de que solo los niños, los locos y los borrachos dicen siempre la verdad, pero no es del todo cierto. Ahí están también esas personas que hacen alarde de una sinceridad excesiva y sin límites que, sin ningún tipo de tacto ni cautela, esparcen a diestro y siniestro allá por donde van, como si de una obligación moral impuesta por mandato divino se tratara, son los llamados sincericidas. Los mismos que, por el exceso de celo en su ‘misión’, terminan arruinando su credibilidad por hablar más de la cuenta y decir cosas que quizás no querrían decir. El novelista y ensayista francés André Maurois, seudónimo de Emile Herzog, decía que ser sincero no es decir todo lo que se piensa, sino no decir nunca lo contrario de lo que se piensa.

Llegado a este punto, el cuerpo me pide mantenerme lo más alejado posible, tanto de los mentirosos compulsivos como de los sincericidas, en pro de comportamientos libres de fingimientos extremos. Mi padre solía decir que en el término medio está la virtud. Pues eso.

Suscríbete para seguir leyendo