Un pueblo busca a su alcalde

Con presteza los candidatos proclaman como máximo valor su pureza de sangre, así como su fidelidad ciega a la santidad de quien mande, y la lealtad firme al dinero, a los goces del vino, la pasión de la caza

Francisco de Ocáriz y Ochoa o El Alcalde Ronquillo, copia anónima de Veláquez.

Francisco de Ocáriz y Ochoa o El Alcalde Ronquillo, copia anónima de Veláquez.

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

En el entremés titulado La elección de los alcaldes de Daganzo, Miguel de Cervantes hace coincidir a un puñado de labradores que desean postularse como alcaldes de la localidad. Son las personas principales del lugar, bachilleres y regidores, quienes (con mucho deseo de divertirse) han de elegir al nuevo servidor público entre ese tosco material humano. Por una vez, afirman gozosos y risueños, no han de servir ni regalos ni sobornos para inclinar la balanza de sus pareceres, cuando uno de los candidatos ya se apresuraba a ofrecer, con tanto celo como precipitación, con tanta sinceridad como impertinencia, suculentas viandas y seductores regalos

Y es que los señores desean solazarse a costa de esta gente común; puesto que tienen la responsabilidad de elegir entre estos al más apto, no dudan en hacer que cada cual descubra sus voluntades, los planes para la localidad, de qué forma piensan realizar sus intenciones, y en definitiva, cuáles son sus habilidades y dones para ostentar dignamente la vara de la alcaldía. Con presteza los candidatos proclaman como máximo valor su pureza de sangre, así como su fidelidad ciega a la santidad de quien mande, y la lealtad firme al dinero, a los goces del vino, a la pasión de la caza; y por encima de todo, un desprecio al estudio, a las miserables letras que buscan socavar el basamento de los poderosos; útiles para nada, salvo para acabar encausado por la Inquisición o atrapado en la miseria. Muy contentos andan los notables viendo cómo los humildes se esfuerzan por imitar a los poderosos en sus vicios y maldades, o cómo se maltratan entre ellos, manteando a un inculto y tosco sacristán que igualmente aspiraba a aumentar un ápice su ridícula porción de poder. 

Es día de chanza y algarabía, porque con tanto malvado, astuto y ladino, que busca deshonrar la dignidad de la alcaldía y ponerla bajo la tutela de alguna marioneta ambiciosa y corrupta, no ha de faltar tampoco una tropa itinerante de músicos que interrumpen con cantos las graves deliberaciones de los padres de la patria. El ambiente es inmejorable. Cumbre final del goce y la risa que todo lo desborda es la presencia del muy bondadoso e idealista Pedro Rana (de jocoso apellido), quien porfía por tener en su mano la vara de la alcaldía. Brilla por su amabilidad y por su memoria, que es mucha, pues conoce buenas coplas y romances. Deslumbra por la sabiduría moral, por la buena disposición, que ha nacido de manera natural en su corazón. Su candidez hace que venga con la mente puesta en la dignidad del ser humano, en la amistosa bondad que debe presidir la vida en común de unas personas con otras; en la dulzura del trato y en la fuerza de la autoridad que no debe caer en la arbitrariedad; en la ponderada dignidad con la que debe de ser tratado el reo, para que además de castigado no sea injustamente vejado; en el equilibro entre la fuerza de quien gobierna y la aceptación voluntaria de quien es gobernado, para no caer en el rencor y el deseo de venganza de este cuando es sometido, ni en la altiva soberbia de aquel cuando es encumbrado y no experimenta freno a su ímpetu. 

Pero son palabras para no tomar en serio, palabras que suenan a cuento, a romance lejano o novela de caballerías; que, en verdad, no hablaba de otro modo don Quijote, cuando se dirigía al Toboso durante su tercera salida y alababa de camino la fuerza del caballero que consistía, primero de todo, en matar la soberbia o la envidia que pudiera anidar dentro de sí mismo, para poder (solo entonces) consagrarse exclusivamente al servicio de los demás, condición y única justificación de la fuerza que ejerce cualquier autoridad. Las conversaciones se suspenden mientras estalla la música. Sin prisas, seguirán con la elección de alcalde el día siguiente; pues todos reconocen, con inteligente sarcasmo, que el mando solo se ejerce con una vara torcida y zurda, sujeta por mano siniestra. La justicia es sólo el canto de una rana o el sueño de un loco.

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