Las trébedes

Caras de perro

Ilustración de Enrique Carmona.

Ilustración de Enrique Carmona.

Carmen Ballesta

Carmen Ballesta

Últimamente es fácil observar que son frecuentes las caras de perro en diversas situaciones cotidianas. El ritmo de vida actual, en España al menos, está haciendo estragos en la salud mental de grandes y pequeños. Estamos nerviosos, ansiosos, desanimados, preocupados, alterados. Con la de cosas que arreglan las sonrisas, que son gratis y parece que fueran de pago.

Uno va al banco, por ejemplo, y le ofrecen la posibilidad de obtener acceso a la cuenta por internet. Inmediatamente, la impresora escupe unas cuantas páginas que uno debe firmar. Se pone a leerlas y, zas, primera cara de perro, con mirada cómplice y juzgadora entre la empleada del banco y la administradora de fincas, como diciendo «hoy nos ha tocado la rarita, ea»

Cuando uno lee que con la firma está autorizando al banco para el uso de ciertos datos personales, y no siendo imprescindible ese acceso a internet, decide rechazar la oferta. Y, zas, segunda cara de perro, como diciendo «pero usted es tonta, pudiendo entrar a la cuenta desde su casa prefiere tener que venir físicamente a la oficina». Si se tiene la suerte de gastar ya cierta edad o carácter, uno ignora la cara de perro y, sonriendo cortésmente, se afirma en su deseo

En caso de no disponer de estas útiles herramientas, es fácil que uno ceda a la presión de las caras de perro y acepte algo que no desea aceptar y que, de momento, tiene derecho a rechazar.

Durante el período más beligerante del nacionalismo catalán reciente, es inimaginable las caras de perro que tantas personas de todas las edades habrán tenido que soportar en su vecindad, en los centros de trabajo, en tiendas y establecimientos de hostelería… En fin, que uno dice «Bon día» y le miran con cara de perro, como diciendo «ya, tú saluda en catalán, que ya sé yo que tú no quieres la independencia», sabiendo que seguramente en muchas ocasiones ese ‘comodiciendo’ incluía unos cuantos insultos al final.

Sea usted un alumno de bachillerato, por ejemplo. Tenga usted un profesor partidario de un partido de extrema derecha que, no obstante, parece fomentar el debate de ideas. Pronuncie usted una frase que defienda, por ejemplo, el régimen autonómico español. Zas, menuda cara de perro le van a regalar. Sea usted un alumno de bachillerato, tenga un profesor partidario de Podemos que parece fomentar el pensamiento crítico y pronuncie una frase crítica, por ejemplo, sobre la ley del solo sí es sí. Zas, menuda cara de perro.

Cualquier ciudadano de Euskadi que considere poco edificante la presencia de condenados por terrorismo en las listas de EH Bildu no tendrá ni que pronunciar una frase para verse rodeado de caras de perro. Como les ocurre a menudo a muchísimos ciudadanos de localidades pequeñas, cuyas ideas políticas sean conocidas o presupuestas por sus convecinos partidarios de otras.

Súbase a un taxi. La radio le altera el ritmo cardíaco con la locución de los periodistas llamados ‘deportivos’ hablando de fútbol. Pídale por favor al taxista que apague la radio y, zas, cara de perro (esto no está garantizado al 100%, afortunadamente). Y así, el lector sin duda puede añadir caras de perro a la lista.

Somos verdaderamente absurdos cuando ponemos cara de perro por menos de nada. El problema no son las caras, sino el riesgo de que la hostilidad, el desprecio y la verdad dominante (mainstream se gusta decir hoy en día) se adueñen de la convivencia. Que nos empoderemos en el peor sentido, a costa de quienes son más débiles o están en una posición relativa de debilidad, de quienes ejercen un derecho, de quienes tienen su propio criterio.

Es imposible que la convivencia no cause a todos y a cada uno ciertas molestias, como es inevitable que exista ocasionalmente la presión social dentro de cualquier grupo humano. Por tanto, conviene recordar que hemos inventado la democracia y el estado de derecho, y que nuestra Constitución consagra, ya desde el Artículo 1, «la libertad, […] y el pluralismo político», para vivir y dejar vivir. Pero es que el puro sentido común manda no andar por la vida juzgando desde la pequeña altura de cada uno, pijo.

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