Luces de la ciudad

Vente a Alemania, Pepe

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Todavía no entiendo cómo sigue sorprendiéndome que algunas personas exhiban con total impunidad esa doble moral con la que tratan y se refieren a los inmigrantes

Ayer escuché a una señora de cierta edad quejándose de ellos. No era una queja vehemente, ni se refería a ellos con desprecio, tan solo esgrimía unos argumentos estándar, como si recitara un mantra previamente memorizado: «Nos quitan el trabajo, se llevan las ayudas sociales, colapsan la sanidad…». Y me extrañó, no por el mensaje en sí, escuchado ciento de veces en multitud de foros, sino porque la señora en cuestión, vieja conocida, regenta un negocio en donde más del 30% de su clientela es inmigrante, tiene un piso alquilado a inmigrantes, recurre a inmigrantes para realizar tareas domésticas y además, en su familia hay personas mayores cuidadas por inmigrantes, pero por lo visto, para algunos, una vez terminado el trabajo para el que son requeridos, estos inmigrantes molestan y deberían desaparecer para no ser vistos por las calles, en los autobuses, en los bares… Borrados de las viñetas en las que no se les considera oportunos, como si de un cómic se tratara. 

No deberíamos olvidar nuestro pasado más reciente, algo tendría que removerse por dentro, cuando entre 1960 y 1973, dos millones de españoles, la mitad de ellos sin contrato laboral, emigraron hacia los países europeos industrializados: Francia, Alemania, Suiza…, para poder alimentar a sus familias. Victoria González Pozo describe en su artículo España, historia de migrantes, como estos emigrantes «solían llegar en trenes atestados, eran interrogados por la policía de aduanas del país en cuestión en un idioma desconocido y sometidos a un reconocimiento médico, en ocasiones humillante. Después eran recogidos por sus patronos y conducidos a sus alojamientos, que solían estar en condiciones lamentables, no solo por la infraestructura, sino también por el hacinamiento, la insalubridad, etc. Asimismo, se comenzaba el trabajo inmediatamente, el mismo día de llegada o con suerte al día siguiente». ¿Nos suena de algo?

Mucho se ha escrito y hablado ya sobre el fenómeno migratorio en nuestro país y son innumerables las cifras, datos y porcentajes que argumentan tanto los aspectos positivos como negativos de la influencia de la comunidad extranjera en la sociedad española. Suficientes para que cada cual pueda sacar sus propias conclusiones, aunque, probablemente, no sea ni tanto ni tan calvo. 

Por otro lado, aunque los estudios demoscópicos reflejen una preocupante deriva racista, me asalta una duda: ¿Estaremos utilizando, al igual que la doble moral, un doble rasero para medir nuestro nivel de racismo y xenofobia? Porque atendiendo al significado literal de la palabra, más que una deriva racista, parece más bien una deriva clasista. Seguro que no miramos con los mismos ojos a un negro africano llegado en patera que a un cirujano afroamericano aterrizado en Barajas (ambos son negros). O a un marroquí mal vestido en busca de trabajo que a un ingeniero saudí aseado y luciendo camisa de Ralph Laurent (ambos son árabes). Entonces, ¿somos o no somos racistas? ¿O solo de vez en cuando y según con quién? ¿Y xenófobos? Es curioso que mientras estigmatizamos a comunidades como la magrebí o la sudamericana, entre otras, aceptamos sin reparos, por ejemplo, a la comunidad china o a las grandes colonias de residentes alemanes y británicos. Por tanto, al parecer, digo yo, no sentimos tanta hostilidad como parece hacia el extranjero. Ya me quedo más tranquilo.

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