De cine

Walt Disney, el eterno retorno

Walt Disney.

Walt Disney.

Escribo desde el sofá de casa ahora que todos duermen. Hoy es el cumpleaños de mi hijo y aún rebotan en las paredes las balas imaginarias de los duelos en miniatura que hemos presenciado en plano medio. Ha habido un poco de todo: una merienda que podría haber firmado la mismísima Babette, la del festín, máscaras de dos docenas de superhéroes, olimpiadas en una habitación de no más de quince metros cuadrados, disfraces de astronautas y caballeros medievales, y alguna que otra gamberrada que descubriremos mañana por la mañana. Ha sido una celebración como las de antes, lejos de los parques de bolas y de los payasos por encargo. Sin embargo, y pese a todos nuestros esfuerzos, solo al final de la cita han cesado las hostilidades, cuando hemos decidido amansar a las fieras con Toy Story. Somos, en ocasiones, unos padres terribles y recurrimos a los dibujos animados para hacerlo todo más fácil. 

Algo tienen esos bichos del demonio que no hay alma humana que pueda resistirse a ellos. Yo, al menos, soy incapaz de dejar de mirarlos. Siempre que mis hijos andan atrapados en alguno de los universos Disney me uno a ellos y el tiempo se detiene. Incluso en esta extraña noche, acorralado por las batallas de la semana y los martinis que me he tomado con mis compañeros de paternidad, permanezco con los ojos como platos ante los últimos minutos de Toy Story. Lo prefiero a cualquier joya de la historia del cine encontrada tras una larga búsqueda en el fondo de alguna de las plataformas de mi parrilla televisiva.

Precisamente, y para no abandonar el espíritu festivo de este 5 de mayo, este es el año del centenario de Disney. Seguro que han leído alguna crónica en su periódico de cabecera. En 1923 los hermanos Disney fundaron el estudio que vino al mundo para darle unas cuantas vueltas de tuerca al arte cinematográfico y llevarlo por esos derroteros tan disparatados de la animación. A los cinéfilos nos cuesta reconocerlo, pero me juego todo el cine que le quedan a mis ojos a que, como mínimo, un buen puñado de títulos de este estudio se encuentran entre las películas que han marcado las vidas de todos ustedes. La calidad de sus producciones, desde aquel primitivo ratón en blanco y negro hasta la última de sus criaturas cibernéticas van dirigidas al alma del espectador.  

Una de las claves de Disney, más allá de su destreza en el ámbito de los dibujos, han sido sus exquisitas adaptaciones de algunas de las mejores obras que ha dado la literatura universal. Su extensa filmografía se detiene en clásicos tan apabullantes como esa loca aproximación al mito artúrico que es Merlín, el encantador, la ferocidad del Hamlet de El rey león, la eternidad sobre el cielo de Londres con Peter Pan a la cabeza o los aullidos de la jungla de Kipling a través de El libro de la selva.

Desde que el cine se puso en marcha hemos asistido al nacimiento, la plenitud y el declive de numerosos géneros. Solo quedan las cenizas de las ‘screwball comedies’, los ‘noirs’ y los ‘westerns’, los auténticos. Salvo contadas sorpresas, hoy en día no se hacen este tipo de películas. Sin embargo, la factoría Disney sigue en plena forma. Se han impuesto al paso del tiempo y han sabido adaptarse a este nuevo mundo. Ahí está la compra de Pixar y las últimas piezas de museo (WALL-E, Toy Story 3 o Lightyear) como muestra de hacia dónde avanza su imperio.

Yo a Disney le estaré siempre agradecido por haberme regalado alguna de las mejores escenas de mi infancia. Y ahora que miro la pantalla desde el otro lado del gallinero, me sigue ofreciendo momentos inolvidables al lado de mis hijos. Hay en sus películas una componente misteriosa que nos hace volver a ellas continuamente, como un eterno retorno cinematográfico del que felizmente no podemos escapar.

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