Dulce jueves

La rosa

Enrique Arroyas

Enrique Arroyas

El dueño (un decir) del perro muy olfateador debe pararse a cada cuatro pasos. Una vez especulé aquí con que un chorrito estampado en la esquina o la farola sea como un código QR que se despliega en la mente del can que olisquea. Un paseante cuyo cuadrúpedo humanoide es muy olisqueador dice que denota una afición por la lectura, pues cada rastro de can contiene no solo su identidad sino gustos, pasado, pensares y sucedidos, por lo que es lógico que se tome su tiempo en enterarse y responder. Añade que los merodeos intelectuales del escritor tampoco suelen interesar a nadie y también retrasan lo suyo la lectura. Aunque esta explicación enorgullezca al dueño, retrasa aún más los paseos, pues cuando el can se encela en un rastro se pregunta uno con qué derecho va a cortar la experiencia literaria del colega. El rociado de agua de ordenanza puede acabar con esa literatura.

La plaza Bellecour de Lyon es inmensa, con un gran espacio vacío en el centro que el calor del verano convierte en un desierto. Por las noches el cielo parece muy cercano. En una esquina, enfrente de la casa donde una placa indica que nació, está Antoine de Saint-Exupéry, con El Principito pegado a su espalda, sentado con su uniforme de aviador en lo alto de una columna de mármol. Lo busqué cuando visité la ciudad. Para encontrarlo hay que levantar la vista, mirar al cielo. Todo un acierto para homenajear a alguien que tanto amó la aventura y que buscó su verdad en las estrellas, que es como buscarla en los lugares infinitos, en lo desconocido, en los límites, en el peligro.

Y no hay nada más remoto y amenazador y puro que el interior de uno mismo.

Cuando se erige una estatua o se pone una placa en una calle no es para enseñar modelos de vida o ejemplos de comportamiento ni nada por el estilo. Simplemente es una forma de hacer perdurable la presencia de alguien entre nosotros porque queremos que aquello que fue en vida siga siendo una inspiración. Una persona vale tanto por sus aciertos como por sus errores.

Desde su puesto de vigía, Saint-Exupéry no nos dice que seamos como él, sino que busquemos nuestro propio camino, pues nuestra única obligación es encarar lo desconocido, el destino, lo que cada uno es y que no hay forma de esquivar. «Si acepto a un amigo que cojea en mi mesa -escribió-, le ruego que se siente, no le pido que baile».

Saint-Exupéry no fue un santo. La reedición de las memorias de su mujer, donde aparece retratado como un maltratador, está sirviendo para encender de nuevo las hogueras de la corrección política, siempre alerta en busca de estatuas que derribar. Y envueltos en el humo purificador se reducirá la complejidad de catorce años de matrimonio al lamento de un tuit: «Se nos siguen cayendo mitos…». Era mujeriego, caprichoso y tan engreído que no tiene empacho en escribirle a su esposa: «Si me matan, tengo a alguien a quien esperar en la eternidad». A pesar de todo lo que la hizo sufrir, está convencido de que ella no tendrá otra cosa que hacer en la eternidad que caer rendida en sus brazos.

Él era todo eso y, sin embargo, lo sentamos a la mesa porque era mucho más que eso, e incluso podríamos pensar que lo mejor que nos dio también surge de ahí. Su tesoro no está en lo que era sino en lo que buscó. No en su mirada, sino en los paisajes que quiso descubrir. Lo importante no es él, sino el mundo que nos reveló: «He jugado, he perdido. Son gajes del oficio. Pero, a pesar de todo, yo he respirado el viento del mar». Quizá él fuera incapaz de amar o de encontrar la verdad en sí mismo, pero descubrió para nosotros una ruta hacia la verdad y el amor.

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