Caleidoscopio

La maja vestida

Julio Llamazares

Julio Llamazares

Con hombrera taurina y andares de matadora, la presidenta de la Comunidad de Madrid, chulapa entre las chulapas, impidió a todo un ministro del Gobierno de España acceder a la tribuna reservada a las autoridades en la celebración de la festividad del Dos de Mayo, que ella presidía. El que sí estaba en esa tribuna de honor era el líder del partido al que pertenece la presidenta, que no es ninguna autoridad institucional, que se sepa, de momento al menos. El alcalde de Madrid, ese hombre que parece querer estar siempre a la altura de sus jefes, cosa imposible, se sumó al incidente acusando al ministro de la Presidencia de España de okupa, algo nada original, puesto que para sus compañeros del Partido Popular todo el Gobierno lo es, como vienen diciendo continuamente desde que perdieron las elecciones hace tres años.

¿Qué habría pasado si, en lugar del Gobierno de Madrid, hubiera sido el de Catalunya o el del País Vasco el que le hubiera negado el acceso a un ministro español a una tribuna de honor, impidiéndoselo incluso físicamente como sucedió en Madrid? ¿Qué habrían dicho la presidenta madrileña y sus correligionarios del Partido Popular, de Feijóo al último militante? ¿Lo considerarían una provocación del ministro español, como ellos repiten estos días para justificar su veto, o, al revés, una insubordinación institucional de un gobierno insurrecto? ¿Llamaría el alcalde de Madrid a un ministro de España «okupa» por querer estar donde le corresponde en un acto oficial en Barcelona o en Vitoria? ¿A que no? Pues eso exactamente es lo que ocurrió.

De todos modos, lo que a uno más le llamó la atención de lo sucedido en las celebraciones del Dos de Mayo en la Casa de Correos de Madrid, antiguo centro de tortura policial durante la dictadura como muchos pueden atestiguar aún, fue el vestido de la presidenta madrileña, a tono con su carácter y su ambición, que no se queda en serlo solo de los madrileños. Desde la hombrera goyesca a sus andares toreros, todo estaba estudiado en su compostura para dar una imagen de seguridad en sí misma y de españolidad madrileña, que, como ella misma sostiene, es ser español por partida doble.

Si a ello le sumamos su peinado, propio de las madrileñas de pro, de esas que van a los toros o la pradera del santo estos días del brazo de un majo de los que pintara Goya, y el trasfondo de su discurso institucional, en el que presumió de Madrid y de madrileñismo hasta hartar, tenemos un dibujo de alguien que cree no solo que Madrid es suyo (y quizá lo sea a tenor de las encuestas que la encumbran más cada día que pasa) sino que España entera lo es también, algo que a su presidente de partido no le gustará pero con lo que convive por la cuenta que le tiene.

«España no es Madrid»

Como Cleopatra, la presidenta de Madrid no se anda con chiquitas cuando de hacerse respetar se trata (que se lo pregunten, si no, al anterior presidente de su partido o a los portavoces de su oposición), si bien ella lo adorne todo con arabescos goyescos y ademanes de maja de Mesonero Romanos, algo que sus seguidores valoran mucho. De lo que no se da cuenta la presidenta de Madrid, embriagada como está por su éxito y por la admiración que despierta entre sus seguidores («¡guapa!», la gritan cuando la ven como si fuera una novia), es que España no es Madrid, y que fuera de su comunidad se la ve como un personaje costumbrista y folclórico, como una maja de Goya más que como una política a la que se tenga que tomar en serio.

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