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José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

Los dioses deben de estar locos

El espanto en el camino

Don Quijote y la aventura con el cuerpo muerto, (1829)

Atrás ha quedado la extraña venta (o castillo, o lo que Diablo diga que aquello fuera), donde todo parecía suceder al revés, donde las doncellas se ofrecían al caballero entrando en sus aposentos en plena noche, donde los fantasmas y demonios golpeaban, gritaban y trajinaban al desprevenido huésped, pobre hombre que como un nuevo San Antonio de la Tebaida, debía luchar contra tentaciones y apariciones por igual. El arte del encantamiento persigue a don Quijote: los brujos roban sus libros de caballerías, le hurtan la victoria sobre sus enemigos, convirtiendo a los gigantes en molinos, o haciendo que las furibundas tropas de ejércitos populosos y bien pertrechados se transformen de repente en pacíficos rebaños de ovejas, o que sus generales se tornen toscos pastores. 

Un genio maligno engaña al hidalgo manchego. A Dios gracias, don Quijote nunca ha podido, ni podrá jamás, haber oído hablar de Descartes, y por esa razón todos los espíritus burlones salidos de los infiernos pueden venir a atormentarlo y confundir sus sentidos. 

La noche ha caído sobre caballero y escudero. Ambos siguen el camino real. Sancho está confiado en hallar cualquier venta; pero entonces, de nuevo, lo inesperado acontece. A lo largo de la vía una procesión fúnebre, de religiosos encamisados de blanco, escolta el féretro de un hombre muerto. La luz de sus antorchas, que rompen la oscuridad de la noche serpenteando a lo largo del camino, hace pensar en una culebra de estrellas que danzará, hipnótica, ante los atónitos espectadores. Asombrados y paralizados, aún no han tenido tiempo para experimentar el miedo que la procesión con el hombre muerto, en aquellas soledades y tan a deshoras, ha podido causarles. Acaso sea, de nuevo, cosa de fantasmas, algo desusado y desacostumbrado, un fenómeno del otro mundo, quizá una estantigua o escolta espectral como la que algunos han jurado ver en soledades remotas y caminos apartados, y que se tiene por aviso próximo de una muerte indefectible. 

Don Quijote desea, por el bien de su fama, que se trate de un cortejo que lleva algún finado caballero, asesinado a traición, como cuentan los anales de la andante caballería que le ocurrió a Floriano en los caminos por donde andaba. Ahora don Quijote tendrá que vengar alguna la ofensa que le costara la vida al desconocido. Al fin y al cabo en los caminos ocurren sucesos pasmosos, y son ocasión para mostrar valor y virtud; a él mismo le había pasado cosa similar, y no hacía tanto, con las doncellas que mal de su grado conducía el gallardo vizcaíno. Entonces vuelve a hervir en su cerebro alucinado la necesidad de restaurar la justicia, enderezar entuertos y corregir los agravios, y lanzarse, como hace, contra quienes llevan el cuerpo. 

Más asombrosa resulta, sin embargo, la revelación de que no hay aventura, ni ordinaria ni caballeresca, a la vista; que el caballero muerto pereció de muerte natural, y que le llevan en andas gente de Iglesia. Pero el daño está hecho, y don Quijote, ha de aceptar que ha puesto la mano sobre gente sagrada, y que quizá aquello le acarree una penosa excomunión. Esa noche extraña algo ha tenido de trascedente durante el encuentro más misterioso de todas las aventuras del hidalgo manchego. En mitad de la confusión aún reinante, y por primera vez, su escudero se dirige a él como «Caballero de la Triste Figura», el nombre con el que entrará en la memoria de todos. El recuerdo de ilustres guerreros, bien conocidos, fluye de los labios de don Quijote; ahora también él goza de un heroico apelativo por el que entrar en el templo de la Historia. Su sencillo escudero se lo ha concedido a la luz de las antorchas, con un sacerdote herido tumbado en el suelo y un carruaje fúnebre abandonado a toda prisa. 

Un asombroso paralelo nos recuerda que se encuentran en idénticos parajes en los que, en plena noche, una escolta trasladó en su tiempo el cuerpo incorrupto de San Juan de la Cruz desde Úbeda a Segovia, y es muy posible que el místico caballero de luz haya querido (que como sabio y bienaventurado bien pudo mandarlo hacer desde los cielos) señalar, como en un espejo del suyo, el momento clave en la vida del ilustre manchego. Y fue nada menos que el de la revelación de su nombre de héroe, la puerta abierta hacia la inmortalidad. 

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