Parece una tontería

Cambiar de galletas

Juan Tallón

Juan Tallón

Cada pocos meses cambio de marca de galletas para el desayuno. No sé qué voy buscando; quizá solo voy huyendo. Al principio, cuando empiezo con las nuevas, creo siempre que me gustan. Quiero que me gusten, porque el efecto de que algo te guste es insuperable. Tomo cinco en la mano, las hago trizas sobre la taza y las dejo caer, casi rezando. Esa ceremonia forma parte del encanto del momento del desayuno, así como el hecho de que se produzca en silencio y soledad. El desayuno hablado es una señal de barbarie, la prueba de que las familias, también las felices, arrastran peligros espantosos.

En esos compases, mientras las galletas discuten sobre su existencia con la leche y el café, estoy siempre dispuesto a pensar que, al fin, tras años de búsquedas erráticas, de aciertos pasajeros, he dado con las que tomaré el resto de mi vida, convirtiendo los cinco minutos del desayuno en el momento más placentero, íntimo, solitario y perfectamente breve del día.

Por desgracia, a menudo el idilio que en general mantenemos con los comienzos dura muy poco. Son muchas las formas en que unas galletas decepcionan: cuando se disuelven en la leche hasta casi desparecer, o cuando caen al fondo de la taza como seres ahogados, o cuando flotan y se acumulan en la superficie, estúpidamente obcecadas. Las semanas siguientes, hasta que consigo acabarme el paquete y vuelvo al supermercado en busca de otra marca, tiñen el desayuno de una grisácea atmósfera.

La hora en que algo que te gustaba ya no lo hace es descorazonadora. Te sientes desgraciado, porque, después de todo, no son tantas las cosas capaces de seducirnos. Por eso soñamos con que «son para toda la vida» y que, pase lo que pase, tendremos siempre algo seguro a lo que agarrarnos. Ya no sé si estoy hablando de galletas o de otra cosa.

Tal vez hable de todo. Que algo te guste eleva ligeramente la vida. Cuando pasa se desata algo, pequeño y sin embargo poderoso, que nos lanza hacia él, nos impulsa a desearlo, vivirlo, repetirlo. La ilusión encarna uno de los acontecimientos humanos más fascinantes que, lamentablemente, terminan por dejar paso a la desilusión.

Hay una fase en que incluso las galletas que me gustan me aburren, y también tengo que sustituirlas. Nos revolvemos contra la costumbre. Hace unos meses lo decía Juliette Binoche en El País Semanal: «Como seres humanos nuestra misión en la vida es transformarnos». Cuando algo se vuelve «lo normal», sea lo que sea, significa que es hora de «ir hacia lo nuevo».

Sentirse contento porque una cosa te guste mucho es algo que viene y va. Quizás puedas hacer que dure por medio de ciertas prácticas o destrezas. Pero es como si estuvieses obligando a lo placentero a que lo sea.

«No se le puede pedir a alguien lo que no le sale del alma», dice un personaje en uno de los últimos cuentos de Marta Jiménez Serrano. Tal vez lo mejor que podemos hacer, cuando algo nos ha gustado mucho, es dejarlo ir, porque quizá ya no nos gusta por la razón y con la sofisticación que al principio. Entonces es hora de salir a comprar otras galletas.

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