Espacio abierto

Individual

Lo individual ha triunfado y si ustedes se animan a poner en sus redes sociales cualquier entrada que defienda limitarlo, saltarán a su cuello decenas de defensores de las circunstancias particulares

Ilustración de Leonard Beard

Ilustración de Leonard Beard / Leonard Beard

Colectivo de Mujeres por la Igualdad en la Cultura

La palabra individualismo está desgastada. La hemos oído tantas veces que no nos remite apenas a nada. Individualismo, ya está aquí otra vez, ya lo sabemos, el conocido reproche al neoliberalismo, Margaret Tatcher, la sociedad no existe, qué cansinos son. Sin embargo, su significado es profundo y pernicioso y ha sido precisamente el abuso de esa palabra, la superficialidad que se instala en las cosas con el uso, lo que hace que pase desapercibida la profundidad que contiene.

El relativismo social imperante, la pérdida de referentes y, a la larga, la dificultad de diferenciar la verdad de la mentira que cada día nos afecta más, de ahí la llamada de alerta que han lanzado las mil firmas a favor de una moratoria para legislar y poner límites a la inteligencia artificial (antes de que ella nos los ponga a nosotros); en fin, la posverdad y la deriva identitaria han difuminado el sentido de lo colectivo y diseminado por doquier los argumentos que tienen en común la defensa de lo individual. 

Nos encontramos inmersos en una tiranía del «me siento» y hemos dinamitado cualquier tercero regulador que ponga orden entre el me siento del uno y el me siento del otro. Ejemplo: nuestros vecinos han envenenado los árboles de falsa pimienta que el ayuntamiento había plantado en la acera porque les ensuciaban sus porches. Les sentaban mal.

Tomemos otro: los vientres de alquiler. A cualquier consideración sobre la necesidad de no comercializar con la vida humana, tanto de la madre gestante como del bebé que se compra, esto es, ante cualquier argumento que enarbole la bandera de lo colectivo -un ente abstracto pero indispensable para proteger los derechos de todos nosotros-, se oponen argumentos contrarios que se apoyan en las razones individuales: el daño singularísimo de un ser concreto, el derecho a la libertad individual, la defensa de circunstancias particularísimas de quien compra; y se acusa de totalitarismo invasivo la defensa de lo universal, que habría de funcionar como tercero regulador. La discusión desciende entonces a lo particular, desde donde se culpa de falta de sensibilidad a quienes defienden que, por encima de lo individual, se impone el bien común, lo colectivo.

El poder del imperio del individualismo, convertido en espíritu de la época, es tan grande que ningún gobierno se atreve a contradecirlo. La defensa del medio ambiente, sin ir más lejos, exigiría una derrota del paradigma individualista a favor de otro más abstracto: el bien de la humanidad en su conjunto, constituida por los seres humanos presentes y, también, futuros; el beneficio del planeta por encima de ganaderos, petroleras, empresarios de eólicas, capitalismo verde, intereses individuales, en suma. Pero no, si el ministro Garzón defiende que hay que reducir el consumo de carne, el derecho individual a consumir lo que nos de la gana le saca los colores, y hasta el mismísimo presidente del gobierno sale a la palestra para defender las virtudes del chuletón, no sea que confundan a su gobierno con quienes se deslizan hacia la vertiente colectiva y dejan de lado la libertad individual, esa que Ayuso defiende a capa y espada, aunque reducida a poder tomarse unas cañas. 

Lo individual ha triunfado y si ustedes se animan a poner en sus redes sociales cualquier entrada que defienda limitarlo, saltarán a su cuello decenas de defensores de las circunstancias particulares. Hemos de prohibir la construcción de nuevas piscinas, el uso de jet privados, el viaje en avión para recorridos de menos de mil kilómetros, escribimos y, he ahí que se ensañan con argumentos ad hóminem las huestes del ejército del individualismo. 

La doctrina individualista rebaja las discusiones a nivel de patio de colegio, a ese «y tú más» que salía de los labios infantiles cuando todavía carecíamos de razonamiento para oponernos a la acusaciones de los otros. Argumentos simples, reñidos con cualquier información seria y concienzuda sobre el tema, cuya base no es otra que el sacrosanto derecho a hacer lo que me de la gana

Pero, es más, ¿reconocemos acaso hoy la información seria y concienzuda sobre cualquier tema? La ley trans ha atacado la autoridad científica del colectivo de psicólogos y psiquiatras para penalizar la interrogación respetuosa, el análisis pausado y la escucha atenta del malestar de género que estos colectivos estiman necesaria, a favor de un sentimiento, individual, cuya génesis no puede ser investigada ni acompañada porque, anatema, se entiende que iría en contra del derecho, individual, repitamos, a sentir lo que a uno le de, individualmente, la gana. 

Lo individual ha ganado la batalla, y la única forma de luchar contra el dictamen del Yo y su imposición narcisista, es inventar una pedagogía que lo identifique y lo afee. Una didáctica de lo colectivo que acuse de insolidarias, de mezquinas, hasta de soeces, las razones individuales que pretendan esgrimirse para negar el bien de todos, recuperando valores universales.

Porque, y perdónenme los individualistas, existe la realidad, existe la ciencia, existen ciertas certezas que no pueden ser negadas, como que el planeta que nos acoge generosamente está en peligro, que él sobrevivirá, pero para nosotros la crisis que se avecina comportará dolor y muerte, y para aminorarla tenemos que doblar la cerviz, prescindir de lo individual y abrazar nuestra única tabla de salvación, que está, hoy por hoy, no en edificar bunkers individuales, en contra de la opinión de preparacionistas o survivalistas, sino en buscar el bien colectivo. 

Porque es mejor para todos plantar árboles que talarlos, aunque los mirlos que aniden en ellos defequen sobre la carrocería de nuestros coches, particulares.

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