Los dioses deben de estar locos

Nuestro cine Rex

En cines como este, que algunos quieren cerrar para siempre, hemos aprendido a ser transcendentes sin exceso de orgullo; a llorar sin avergonzarnos; a reírnos sin despreciar aquello que nos ha hecho reír

Cine Rex, Murcia

Cine Rex, Murcia

José Antonio Molina Gómez

José Antonio Molina Gómez

El clausurado cine Rex es testigo mudo de las manifestaciones ciudadanas, que con regularidad, exigen su reapertura. En locales como este cine, ahora cerrado, hemos encontrado la fuente de buena parte de nuestra identidad y de nuestros recuerdos. Aquí supimos qué cosa era la empatía y la catarsis. Aquí por vez primera aprendimos a sentir en imágenes. Dentro de nuestro pensamiento se reproducían las voces que habíamos oído y las adaptábamos a los aspectos de nuestra vida. De esta forma salían afirmaciones graves de entre nuestros labios; solemnes, de grandes actores, cuando decíamos «te quiero», o «perdóname». A veces decíamos imitando a los grandes de la pantalla: «Siempre nos quedará París», «Yo soy tu padre», «Te quiero más allá de la razón, de la vida, te amo más allá de la capacidad de amar», «Te haré una oferta que no podrás rechazar». Preparados para todo, si nos sorprendían travestidos en algún lugar público, siempre podríamos pretextar: «Nadie es perfecto». La imagen se hacía carne y vivía entre nosotros. 

Pero, ahora, diría un Nexus-6, todos esos momentos, podrían perderse «como lágrimas en la lluvia». Y perder el cine, tan unido a la vida de la ciudad, sería como perder una ventana a la trascendencia. Sería renunciar a la contemplación del camino del héroe en La Guerra de las Galaxias; sería no comprender la asombrosa fuerza del destino para convertir nuestra vida en un fracaso trágico como en El Padrino. Perder el cine supone la falacia de creer que por descargar un documento audiovisual en la sala de estar de una vivienda pequeña, cara y seguramente hipotecada, podemos sentir una vida plena de ocio; sin saber que el ocio es sufrir como en Centauros del Desierto el peso de una venganza y el alivio de la redención. Perder el cine es creer que todos los trenes salen a su hora, y no saber que El último tren a Gun Hill puede ser diferente a todos los demás, y que en la vida podemos estar como aquel que anduvo Solo ante el peligro y rezar a Gary Cooper que estás en los cielos; a gritar en sueños «¡Qué verde era mi valle!», tanto si dicho valle estaba habitado por Corazones errantes o por Guardianes de la galaxia. 

En cines como este, que algunos quieren cerrar para siempre, hemos aprendido a ser transcendentes sin exceso de orgullo; a llorar sin avergonzarnos; a reírnos sin despreciar aquello que nos ha hecho reír. Aquí empezó nuestra educación sentimental, aquí nos hicimos poetas de la madrugada o del día del espectador. Hemos cruzado las praderas de Norteamérica en una Caravana de paz, o a lomos del Caballo de hierro, hemos luchado contra enemigos terribles El día más largo, o escuchado el dolor del alma con Gritos y susurros, hemos descendido a las profundidades del yo, creyendo que sobrevolábamos las regiones remotas de planetas desconocidos, quizá Solaris, quizá Europa, la luna de Júpiter sobre la que se alzó un desconocido monolito en 2001, con el secreto de nuestro origen, y con millones de secretos más.

No perderemos cines como este, porque si lo hacemos perderemos el último y más hermoso logro social y artístico del último siglo. Jamás aceptaremos que el goce superior de contemplar una historia pueda hacerse en una habitación oscura, en una pantalla minúscula, en un argumento reducido a un metraje exiguo; o lo que sería más triste, en la soledad más absoluta. Tal cosa no puede ser. Mantengamos este templo al arte, a la sabiduría, al ocio bien entendido; luchemos por elevar nuestras vidas, no por banalizarlas. Llevemos a lugares como a este a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros nietos, y cada vez que lo hagamos recordemos con alegría las películas que veíamos, y los nombres de quienes nos acompañaban, acaso ya desaparecidos del mundo de los vivos mucho tiempo. Mas siempre volverán a aparecer, jóvenes como les conocimos, imperturbables. Les rodeará la música prestada de alguna película maravillosa, y diremos esta gran verdad: «¡Qué bello es vivir!»

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