La mirada del Lúculo

Cocina feliz con Laurie Colwin

Es su escritura ligera y sensual la que trae esa dicha colwiniana que contagia al lector incluso cuando se da cuenta de que muchas de las recetas pertenecen al Viejo Testamento

Laurie Colwin. Ilustración de Pablo García.

Laurie Colwin. Ilustración de Pablo García.

Luis M. Alonso

Luis M. Alonso

Acabo de leer Home Cooking, de Laurie Colwin (1944-1992), que en su versión española se titula Una escritora en la cocina, y ha publicado Asteroide. Es uno de esos libros entre las memorias y el recetario que uno lee lo suficientemente complacido para no tener que fijarse demasiado en su significado gastronómico, que tampoco está mal para haber sido concebido en un tiempo en que, si exceptuamos a la gran M.F.K. Fisher que las precedió a todas, apenas existían autoras literarias dedicadas a los libros sobre cocina. El caso de Colwin es especial; puede que sea la única escritora de ficción más conocida por sus recetas que por sus novelas. De las cinco publicadas solo una cayó en mis manos y no tengo nada bueno ni malo que decir de ella. En cambio sí soy capaz de suponer que fue una mujer feliz y, además de esto, tengo la certeza de hallarme ante una ensayista preclara de la vida, de prosa legible y elegante, como la de tantas otras procedentes de la clase media alta neoyorquina, liberales asiduas con sus relatos de las páginas del New Yorker. Murió prematuramente a los 48 años de un aneurisma aórtico y ello posiblemente impidió saber si su carrera iba a resituarse en la ficción o terminar siendo la de Nora Ephron. En cuanto a la felicidad hay que recordar que dos de sus novelas más leídas se titulan Feliz todo el tiempo y Felicidad familiar. Pero es su estilo, esa escritura vivaz, ligera y sensual, la que realmente trae esa dicha colwiniana que contagia al lector incluso cuando se da cuenta de que muchas de las recetas pertenecen al Viejo Testamento, a una tradición arcaica estadounidense del siglo pasado, y que otras no tienen pies ni cabeza. Aunque ella, Colwin, sea siempre lo suficientemente honrada para, sin tapujos, reconocerlo. Y sea también esa expresiva y familiar honradez la que rescata a una buena prosista de la mediocridad

Nuestra escritora en la cocina se comporta a ratos como las protagonistas ricas y a la vez bohemias de sus ficciones, compartiendo confidencias con sus amigas que añoran los días alegres y gamberros de soltería protegidas por el blindaje seguro y equilibrado de sus matrimonios del Upper East Side. Pero entre anécdotas divertidas, lo que Colwin cuenta en sus memorias culinarias resulta ser muy sensato. La suya es una voz, además de alegre, cuerda para los oídos del lector, aún tratándose de un lector experimentado en cocina. Este va adivinando las intenciones y convirtiéndose en cómplice de la autora a lo largo de las páginas, como cuando Colwin explica que una aleta de ternera rellena es una mala idea. O pone en guardia ante el despropósito de hervir una falda de vacuno, un corte claramente inapropiado para dedicarlo a esos fines, si es que en realidad hay que utilizarlo para algo. O cuando, refiriéndose a una cena vomitiva, narra la experiencia en la casa londinense de un escocés a la que acude en compañía de un viejo amigo de Inglaterra. Y el anfitrión les recibe con una sorpresa tras haber creado una expectación ridícula en torno a su plato. Colwin se expresa muy bien, así que les dejo con ella: «Lo normal cuando levantas la tapadera de una cazuela recién salida del horno es que salga un humillo fragante. Esta vez no, aunque tardé en caer en la cuenta de que aquel recipiente no acababa de salir del horno, sino que llevaba mucho rato fuera, templándose y de paso criando salmonela. El caso es que por fin se despejó la incógnita: la cazuela contenía una capa de arroz a medio cocer, otra de rodajas de piña y otra de salchichas, todo ello cocinado en un líquido indefinible. Cada comensal recibió una rodaja de piña, una salchicha y una montaña de arroz crujiente. Comimos todo en un ambiente sepulcral, presos de la perplejidad primero, luego de la estupefacción, y por último de la gratitud no solo por que no hubiera cantidad suficiente, sino sobre todo porque no hubiera un segundo plato. Aquello fue lo único que comimos». 

No he perdido todavía interés por las opiniones sobre la gastronomía inglesa de toda la vida. Colwin tiene una propia y, tratándose de un libro escrito en los años ochenta del siglo pasado, la curiosidad aumenta. Ella misma admite que cuando reúnes el valor necesario para reconocer delante de alguien que te gusta la comida inglesa, es bastante probable que tu interlocutor suelte un bufido y te replique que es imposible comer como es debido en las islas británicas y que los ingleses, en particular, no tienen idea de cocina. Es ese juicio extendido a lo largo de décadas de que para comer bien en Inglaterra se necesita desayunar varias veces al día. Pero Colwin recuerda una merienda celestial en Heal’s, de Tottenham Court Road, rodeada de bizcochos y pastelillos de cereza, donde no solo volvió a sentir felicidad sino que tuvo la sensación de ser la mujer más feliz de la tierra. Lo mismo que la vez que probó, en un segundo viaje a Inglaterra, el cream tea, a base de scones, nata doble y confitura de fresas. O el asado de los domingos en casa de los padres de su amigo Richard Davies, la tajada de cordero, con las patatas y las verduras que en una residencia de campo saben, desde luego, mucho mejor. Obviamente, quienes hayan pasado por ese tipo de experiencia tendrán la idéntica sensación de bienestar de Colwin ante una gastronomía denostada. 

Aconsejo leer Una escritora en la cocina intentando extraer de él las buenas conclusiones y sin apartarse del contexto inmediatamente posterior a Julia Child en que fue escrito en el siglo pasado. Seguro que les arranca más de una sonrisa. Y entre sonrisa y sonrisa por el estilo dinámico, jovial y feliz de Laurie Colwin, puede que también aprendan más de una cosa.

Suscríbete para seguir leyendo