Parece una tontería
Roto por la mitad
Las cosas, no solo las más precarias, sino también a veces aquellas más resistentes, viven bajo la amenaza de romperse en dos en el momento más inesperado. Quizás nada sea tan poderoso y firme que no pueda separarse para siempre, abruptamente. Puede ser un plato, una relación, la recepción de una novela, una amistad, un partido político, el gobierno, la caldera del gas, la herencia de los padres, incluso las esperanzas y las ambiciones. Los comienzos están a menudo seguidos ineludiblemente por finales, que a su vez conducen, con el tiempo, a nuevos principios.
Hay un momento en que a las cosas les da por declarar «Ya está, se acabó». Y no es culpa de las cosas, que responden a una inevitable forma de ser: el movimiento, que lleva al desgaste, que con el tiempo conduce a la brecha. El derrumbe es una de las formas que adoptan las cosas para abrirse paso en la vida. En Yo maté a un perro en Rumanía, de Claudia Ulloa, la narradora declara que «estamos hechos a partir de rupturas, divisiones, separaciones, alejamientos, cismas, dispersiones, escisiones y diáspora de células». Quién sabe si La vida hecha añicos no podría ser el subtítulo de la autobiografía de todo lo que nos rodea, incluso de nosotros mismos. El desgarramiento paulatino e implacable de la cotidianidad, a veces imperceptible, aunque no menos real, es un acontecimiento común.
«Somos una escultura de células hechas trizas, una amalgama de añicos y ripios genéticos que formarán una maraña de órganos y huesos necesaria para la construcción de un individuo, que se seguirá dividiendo», añade el personaje de Ulloa, que pone así el cierre a algo incontestable: la fragilidad de la realidad. La ruptura es, además, uno de los temas de la humanidad: que dos personas se separen deja daños, no sorpresa. Qué hacemos con las partes rotas nos pone a prueba. En algunas ocasiones se pueden volver a unir, y en otras cada trozo, después de romperse, sigue un camino distinto.
Yo hace tres años que desayuno en una taza sin asa.
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