El retrovisor

De fresas, helados, polos y chambis

Chambilero por la carretera del Palmar en un día de inundación. 1962.  Archivo TLM

Chambilero por la carretera del Palmar en un día de inundación. 1962. Archivo TLM

Miguel López-Guzmán

Con el final de la Semana Santa y las Fiestas de Primavera murcianas se abre una nueva etapa vital. Las cálidas prendas de lana ya ocupan su espacio en el armario entre fuertes olores de antipolillas y las efímeras ropas de entretiempo vuelven a lucir sus vivos colores.

La primavera en Murcia es breve y apoteósica, es todo un estallido de luz y de color a lo que sus gentes no son absoluto ajenas. Al igual que abrigos y bufandas ocupan su lugar a la espera del próximo invierno, los confiteros ambulantes del ayer, aparcaban sus triciclos portadores de ‘monas’, cuernos de merengue y otras galguerías.

Siempre que escribo de ello me viene a la memoria el recuerdo de aquellos triciclos a las puertas de los colegios y de las paradas de coche de línea que exhibían sus dulces manjares, acompañados de alguna mosca que por golosa murió entre azúcares y cristales.

Pastelillos y empanadas se veían sustituidos por estas fechas por los carritos de helado: polo, chambis, bloques y granizados actuaban de heraldos de los calores por llegar. En las fiestas primaverales las heladerías de antaño levantaban las persianas: helados de La Benejamense, Miralles, La Violeta, Capri y cómo no Monerris, popularmente conocidos con heladería de Las Rubias, a tiro de piedra de la Glorieta de España, con sucursal en Santiago de La Ribera con nombre de Granja Rosalía. Sus elaboraciones y sobre todo sus deliciosos cucuruchos de fresa, la distinguían. Por su parte, Confitería Alonso en la calle de la Platería, al margen de sus conocidas pastillas de café con leche, elaboraba con esmero sus merengues de café y sobre todo sus merengues de fresa, los que escondían en su interior un verdadero tesoro: la fresa murciana.

Si Murcia ha consentido pérdidas irreparables en su identidad urbanística, histórica y arquitectónica, es equiparable a ello, la práctica desaparición de aquella pequeña, olorosa, sabrosa, dulce y ácida al tiempo, golosina que expandía su perfume por las céntricas calles de una Murcia que se fue: la fresa murciana.

No, no era el fresón de Aranjuez, ni el fresón insípido de hoy. Era la exquisitez de un fruto, la fresa de aquí. Por estas fechas los vendedores de fresas, caña cargada con cestillos cubiertos de rojo celofán, al hombro, recorrían Platería y Trapería, embriagándolas de aromas de fresa: delicadas y sabrosas. Bien lo supo don Raimundo González Frutos en su viejo e internacional Rincón de Pepe al incluirlas como postre estrella en sus extensos menús. doña Josefa, ‘la de las fresas’, puesta de inmaculado delantal blanco las vendía, allá por los cincuenta, en su improvisado puesto de las Cuatro Esquinas, junto a su yerno, don Manuel López, conocido más como ‘Demonio de la procesión del Resucitado’, que como camarero del bar La Tapa.

Ya lo decía el ilustre periodista y gastrónomo Ismael Galiana en su prólogo del incunable Murcia entre bocado y trago de Juan García Abellán… Extraño, extrañísimo, inexplicable. La cocina y los productos murcianos no aparecen en letras de molde por ningún lado de una manera integral y apologética. Ni en letras de molde ni apenas en marmitas que no sean las vernáculas.

Y así, la fresa de la huerta murciana, por desidia, pasó a la historia para todos los siempres.

Suscríbete para seguir leyendo