La Feliz Gobernación

Dragó, la adolescencia infinita

"Los tipos como Sánchez Dragó le ponen sal y pimienta a la uniformidad del mundo, y los que más podemos apreciarlo somos quienes no estamos de acuerdo en nada o en casi nada con ellos. Si no fuera por los Sánchez Dragó estaríamos todo el día dándonos la razón unos a otros"

Fernando Sánchez Dragó.

Fernando Sánchez Dragó. / La Opinión

Ángel Montiel

Ángel Montiel

Fernando Sánchez Dragó era el antiprogre. Les pasa mucho a los que han sido progres, que no les basta con abrazar otras ideas, sino que se dedican a chinchar a los que mantienen las suyas anteriores. Muchas de sus intervenciones y posiciones tenían el interés declarado de enrabietar a los progres, porque a los progres es facilísimo excitarlos. Saltan a las provocaciones como los pajaritos a la miga de pan puesta de reclamo para el cepo. Enseguida dictan el estigma: facha, fascista, machista y toda la retahíla. Y el que ha puesto la trampa se descojona, complacido de la amplificación de su boutade.

Sánchez Dragó era un provocador profesional, un oficio para el que es necesario mantener algo del espíritu adolescente, como una inmadurez vital que no se compadece con tanta lectura y tanta experiencia. O sí. Porque la única manera de no aburrirse, de no sentirse agotado consiste en no despojarse nunca de aquel niño travieso, inconsciente y follonero. 

Estos días se está insultando mucho a Sánchez Dragó en la redes sociales. Para que luego digan que son los ultras quienes propagan el odio. Incluso gente que uno considera sensata ha expresado su complacencia por la muerte del escritor, aliviados, dicen, de que el mundo sea mejor sin él. No es verdad. Los tipos como Sánchez Dragó le ponen sal y pimienta a la uniformidad del mundo, y los que más podemos apreciarlo somos quienes no estamos de acuerdo en nada o en casi nada con ellos. Si no fuera por los Sánchez Dragó estaríamos todo el día dándonos la razón unos a otros. 

Coincidí con él cuando en 1979 vino a Murcia a presentar Gárgoris y Habidis, su único libro realmente interesante, y disfruté de unos días inolvidables junto a otros incorrectos como José María Álvarez o Juan Gómez Soubrier. Asistí junto a ellos al espectáculo de la inteligencia, de la ironía, celebrando los libros, el whisky y la fina maledicencia, un corro no apto para meapilas de cualquier corte. Años después compartí con él en Tokio algunos días y noches sin que hiciera algo de lo que yo pudiera arrepentirme por acompañarlo.

Durante la Transición, Dragó dirigió un programa de libros en TVE que incluía en su título la palabra república al tiempo que se confirmaba la monarquía tras la dictadura, y su Negro sobre Blanco introdujo una libertad insólita en la televisión pública que después fue sustituida por correctísimos programas literarios que excluían las broncas entre escritores, a los minoritarios y heterodoxos o a los consagrados con atildamiento descuidado, como aquella vez en que Sánchez Ferlosio se empeñó en mostrarnos el ombligo durante todo el rato o cuando Leopoldo María Panero interrumpía su entrevista para salir del estudio y regresar al poco tras, estoy convencido, pegarse un lingotazo. Nunca volveremos a ver un equivalente de aquellas noches libérrimas programadas por Pilar Miró en que Fernando Arrabal proclamaba, elevado a su mejor estado de consciencia, que «el milenarismo va a venirrr...». 

Ahora recuerdo también aquel suplemento de Diario 16 bajo su mando, Disidencias, en que por primera y última vez en ese tipo de soporte la cultura, la alta y la baja, era contemplada al margen de toda solemnidad. 

Hay algún episodio en la vida de Sánchez Dragó en que parece confundir la libertad con el libertinaje, pero nadie es perfecto. Me quedo con el agitador cultural, ese tipo que defendía con tanta brillantez ideas completamente ajenas a las mías. 

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