Me disculpo si esto que están a punto de leer les parece demagógico. O mejor dicho, no me disculpo, ¿por qué tendría hacerlo?
Quiero explicar en esta columna que justo cuando acabo de regresar de un gran centro comercial murciano en tiempos que se anuncian como de crisis, y tras pasar por una famosa tienda de helados en tiempo de crisis, no sin antes embotellarme en una autovía cargada de coches de alta gama en tiempos de crisis, justo en este momento, decía, leo en la prensa la terrible situación de los refugiados en la zona fronteriza entre Etiopía y Somalia. Demagógico ¿verdad?
Quiero explicar en esta columna que mientras nosotros afirmamos que aquí estamos casi en una crisis, en aquellos enfangados campos somalíes miles de personas pasan sus míseras horas sin alimentación, sin apenas agua, entre enfermedades y viviendo en un clima extremo. Quiero también recordar que Somalia no es una excepción, sino la norma, en un mundo que se rompe de niños malnutridos, de pobreza infinita, de gente que muere como moscas por enfermedades triviales, de falta absoluta de cualquier tipo de infraestructura y de dignidad.
Ahora sí que voy a ser demagógico: Tengo clavada en mi memoria aquella imagen del telediario que mostraba un bebé intentando chupar de una teta inerme, de un trozo de piel rematado en un ajado botón. Veía a aquel bebé sobre la voz en off del locutor del informativo y por eso no pude realmente escuchar su llanto. Pero su boca se abría, caía una lágrima por su cara y lo único y más terrible que podía llegar a pensar es que esa lágrima aceleraba su deshidratación y su muerte. Demagogia pura, ya sé.
Perdonen por la demagogia, pero quizás alguno de ustedes hayan viajado por el África negra (qué importa qué país) y hayan visto a aquel pequeñajo que yo tan bien recuerdo, con la piel de la cabeza afectada de sarna, casi en los huesos y con la barriga inflada como síntoma de su desnutrición, sonriendo forzadamente e intentando colar su mano por entre la nube de manos infantiles que se hacia mí se extendían.
Ya sé que en los periódicos los columnistas no podemos decir palabras malsonantes. Por eso me limitaré a calificar a este mundo de hambre y de injusticias como una porquería e invitar a mis lectores a que busquen el sinónimo mucho más orgánico al que me he querido referir.
Mientras tanto, y por supuesto sin minusvalorar la tragedia individual y colectiva de tantas personas que sufren el paro en nuestro entorno desarrollado, la mayor parte del mundo vive en un estado de crisis permanente, estructural y endémica, que va mucho más allá de las dificultades que cada uno pudiéramos imaginar para nosotros mismos en la peor de nuestras circunstancias económicas. Más allá de nuestra estrecha vecindad, el ancho planeta parece enquistado en un fangal inmundo de rincones infrahumanos en el que toda esperanza se quiebra en llanto, en llagas, en guerras, en corrupción, en diarreas, en hambre, en calor y en frío.