Espejo de papel

Almudena, Balcells en el tren de los deseos

Esas dos mujeres, ambas con la gallardía que da la belleza interior, protagonizan casi juntas el afecto que se les debe: una en Barcelona, otra en Madrid

Varias personas caminan frente a la placa de la nueva denominación de la estación Madrid Puerta de Atocha Almudena Grandes.

Varias personas caminan frente a la placa de la nueva denominación de la estación Madrid Puerta de Atocha Almudena Grandes. / EP

Juan Cruz

Juan Cruz

Hermoso encuentro hubiera sido, pero desde hace rato no hay otro remedio que imaginarlo. Carmen Balcells, la agente literaria que le torció el brazo a la historia y puso a los españoles a ocuparse de la literatura hispanoamericana como mandan los cánones de la mejor historia de la ficción, y Almudena Grandes, que le cambió la cara a la discordia española para hacer que aquellos que fueron vencidos tuvieran la merecida gloria de la solidaridad.

Esas dos mujeres, ambas con la gallardía que da la belleza interior, no la que se ve, la que se escucha, la que se siente. Esas dos mujeres juntas, por ejemplo, por una estación de tren, por una plaza, por un amor, por amores literarios o vitales, protagonizando casi juntas el afecto que se les debe, la admiración que se han ganado, una en Barcelona, de la que fue reina, otra en Madrid, su reino era también de este mundo.

Balcells murió en 2015. Callada de madrugada, después de haber hecho todas las tareas, y las que le faltaban. Fue una vida arrojada, bellísima, sobre cuyos ángulos más apetitosos guardaba silencio, porque su silencio valía oro, que ella quería para sus autores. Almudena murió más acá, cerca del covid, en 2021, hace nada. Su rescoldo, como el de Carmen, persiste como una voz que estuviéramos oyendo, al teléfono, en los taxis, en las zonas de confort o de diversión o de trabajo, siempre esperadas, siempre solicitados por el bramido tranquilo de la amistad.

Carmen era de estar en casa, en aquella casa de la que hizo una especie de archivo general de los secretos, desde donde saludaba, por ejemplo, a aquellos que fueron sus cuates, cuando éstos se iban yendo, como Manuel Vázquez Montalbán, que fue como su ahijado y como su hijo. Almudena era más de jarana. Iba siempre donde la amistad ofrecía vino o risa, y era ella la que más reía. Reía, a veces, eso se veía en la cara, para que los otros fueran felices, pues era generosa y leal como si de ambas medicinas hubiera tomado para regalar a todos los suyos (y a los que vinieran) la inteligencia de lo que había descubriendo de una historia que compartió luego en literatura (y en la vida).

Dos personajes. Una vez, en Barcelona, yendo hacia un avión, desde la Feria del Libro de Sant Jordi, la vi a Almudena Grandes como triste o melancólica en el borde de atrás. Parecía como que estaba haciendo residir su cabeza en otro proyecto, en otra vida, algo le estaba pasando. La intuición que me prestó seguramente me hizo hacerle esta pregunta:

¿Es que te estás enamorando?

Me miró como si yo fuera jíbaro, y en un momento me lo contó todo, hasta que dijo el nombre propio.

El nombre propio ya lo saben ustedes. Ahora, por ejemplo, el poeta Luis García Montero, aquel amor que por ella hubiera comprado (como la Balcells: era muy de ese transporte) toda la tropa de taxis de Madrid, Barcelona o Granada, pongo por caso, es el protagonista de un éxito mayor de su apuesta por este país y su futuro literario. Pues a él se debe en parte buena (en la parte buena) el éxito del Congreso de la Lengua habido en Cádiz, patria también de quien se enamoró de él. Por ir tras ella él hubiera comprado una flota, y de hecho sus palabras sobre ella, sus libros de poemas, sus dedicatorias, lo que dice de ella, y lo que la canta, es un homenaje que cada día agranda más la figura de esa mujer que, echándose hacia atrás el pelo y la cabeza, me dijo:

- Y se llama Luis García Montero.

Para reír enseguida porque esa era la verdad, no era un seudónimo.

Esta sábado este tren de los (buenos) deseos que al fin y al cabo es la vida las juntó, a Almudena y a Carmen, en mi presencia modesta de periodista que de vez en cuando halla, en la calle, en los trenes o en los taxis, razones para creer en los duendes que te proporcionan hermosas noticias. En el mediodía del viernes, acabados los fastos de Cádiz, cautivo y desarmado el ejército académico, Luis García Montero desembarcaba en la Estación de Atocha para inaugurar, con ministra y administradores, con parientes y con amigos, editores o escritores, la estación que hace rato recibe el nombre de su mujer.

Y por allí pasaba el reportero, admirado de que lo que ya parecía que tenía nombre se abría de veras como la Estación Almudena Grandes. Antes de que él pronunciara algunas de las palabras que luego reseñaré, hube de irme a Barcelona, en pos de Carmen Balcells, para administrar con palabras (que acabaron con las palabras de amor de Serrat) un homenaje que Ada Colau y sus munícipes culturales de la ciudad de Balcells a la agente literaria que decidió que América no acaba en Buenos Aires sino justo en ese punto, por ejemplo, en que se celebraba el agasajo: la plaza contigua a la Biblioteca Gabriel García Márquez de, que ahora lleva el nombre de esta mujer exuberante, por su inteligencia, su risa y también por sus lágrimas.

Estaba su hijo, Lluis Miquel, que cogió su rienda, que ha ido depositando sabiamente (sabiamente, como era su madre) a la nieta Laura, en cuya lágrima creí ver, como la vi en la de Leticia Feducchi, y de todos los amigos que acudieron, como Anna Sallés, la viuda de Manolo V el Empecinado, que como Juan Marsé y como tantos otros vivieron de la alegría tan seria de estar cerca de la Mamá Grande.

Por la noche, al volver de Barcelona, con el recuerdo bien puesto de estas coincidencias, bajé del tren en Atocha-Almudena Grandes. Venía leyendo un libro muy hermoso, Descampados (Manuel Calderón, Tusquets), qué gran libro para las dos, pensé, estas dos mujeres que vivieron para leer (y, en el caso de Carmen, para callar) los buenos libros que han hecho mejor a este país que gracias a ellas, por ejemplo, ya no será tan mezquino ni tan ágrafo.

Pues pensando en eso me fijé que ya habían puesto toda la luz en el espacio orgulloso, como el pecho de un ave extraordinaria, en el que corresponde leer, en fluorescente: ESTACIÓN ALMUDENA GRANDES.

En Barcelona Carmen. En Madrid Almudena. En el tren de los buenos deseos, llorando melancolía, celebrando la casualidad que no acaba nunca.

Luis lo dijo, en el caso de su mujer. “Como poeta y filólogo siempre he evitado expresiones como no tengo palabras o no encuentro palabras para expresar..., pero hoy me someto a esa fórmula , porque me es muy difícil explicar la emoción que mis tres hijos y yo sentimos cada vez que escuchamos en el tren 'Próxima estación Puerta de Atocha/ Almudena Grandes'Sí, la memoria da sentido a nuestra vida, y nuestra próxima estación es siempre Almudena. Una estación es el mejor resumen de la vida: la llegada y la despedida. El hola y el adiós. Hoy la siento como el primer paso de la hospitalidad, la puerta de la casa en una ciudad tan de Almudena como Madrid”.

Ese tren nos lleva a todos.