De cine

Cien años de aquella señora de París

Cien años de aquella señora de París

Cien años de aquella señora de París

El tiempo vuela y se lleva prácticamente todo por delante: familiares y amigos, amores, trenes e incluso pasiones. No les descubro nada nuevo. Sin embargo, hay ciertas obras que sobreviven a su época y por más que lluevan vanguardias permanecen relucientes ante nuestros ojos como si estuviesen recién salidas del horno, como si se hubiesen concebido para nosotros y para el momento histórico que atravesamos.

Este el caso de Una mujer de París de Charles Chaplin que alcanza este curso su primer siglo de vida. Y lo hace en plena forma por mucho que sea un título poco citado por los rastreadores de tesoros cinematográficos, por mucho que Charlot acapare todas nuestras miradas cuando citamos a su autor. La volví a ver hace unos días y sigo impresionado con su inmensa clarividencia y sencillez a pesar de adentrarse en el siempre peligroso territorio de los amores perdidos.

La película arranca en un pequeño pueblo francés y se centra en dos amantes que planean escapar a París para huir de la represión de sus familias. Son jóvenes y están muertos de miedo, pero la ilusión de un futuro conjunto les hace enfrentarse a los demonios de su entorno con una enorme valentía. Finalmente, a escasos pasos de completar la fuga, una desgracia se cierne sobre el chico y no se presenta en la estación a la hora acordada. La chica interpreta aquello como una ofensa y termina tomando el tren en solitario hacia esa vida prometida. Apenas han transcurrido unos minutos y la historia ya ha tomado las dimensiones de una tragedia shakesperiana.

Llegados a este punto asistiremos a un continuo enfrentamiento de dos mundos irreconciliables. Por un lado, el ajetreo de la alta aristocracia parisina sumergida en una fiesta sin fin de noches luminosas bañadas en champán y música de orquesta. Del otro, la atmósfera deprimente y sigilosa en la villa francesa, entre tinieblas, como si se tratase de una cárcel perpetua. Es aquí donde Chaplin ofrece un extenso recital de malabarismo cinematográfico.

Observando ambos extremos del tablero uno tiene la sensación de que su creador se mueve de puntillas por la escena, siempre jugando con la sugerencia y las elipsis, haciendo partícipe al espectador de las alegrías y las miserias de su trama sin caer en la banalidad de los excesos.

En Una señora de París no existe la pantomima. Es una de las pocas ocasiones en las que el cineasta inglés se desprende de Charlot para dar rienda suelta a su inventiva.

Sin embargo, y aquí el gran milagro de esta pieza de museo, uno tiene la impresión de que en cualquier instante su mítico personaje puede aparecerse en pantalla. Visto al microscopio, las secuencias poseen ese ritmo melódico y directo al alma del cinéfilo tan habituales en el resto de su filmografía. Sirva de ejemplo el momento en el que su protagonista aparece envuelta en una venda como una momia y se va desnudando lentamente ante el asombro del distinguido y bebido público. Se trata, sin duda, de una de las cumbres de su alargada producción artística. Aunque la cámara no supera sus rodillas, el resto se percibe con una nitidez asombrosa. Chaplin demuestra con estas sutilezas que estamos ante uno de los grandes maestros de la historia del cine y que su universo va más allá de las caídas de su célebre hombrecillo.

Pese a todo, la película fue un fracaso de crítica y taquilla. El mundo seguía necesitando a Charlot y no quisieron asomarse a este nuevo título. Pero por suerte, la obra se fue sedimentando en aquel Hollywood clásico y su influencia no tardó en hacerse visible. De entre todas las figuras bajo su abrigo se cita con frecuencia a Ernst Lubitsch, cuya carrera comienza a afilarse en un sentido chaplinesco a partir de este hallazgo cinematográfico.

Esto solo puede darnos una idea de la magnitud de Charles Chaplin y de aquella señora de París que continúa latiendo con fuerza.

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