NOS QUEDA LA PALABRA

Un segundo

Julián García Valencia

No tenía tiempo ni de cumplir años. El trabajo, claro, le obligaba hoy a pasar junto al pueblo donde descansan sus padres. Sería un momento. Ir a la casa del alguacil a por las llaves del camposanto y, al menos, saludarles. Tras recorrer sus calles desiertas, comprobó que lo que había crecido eran las construcciones en torno a las arterias que acogen a los que ya viven en el recuerdo.

Se paró ante sus abuelos, con los que había compartido tantas vacaciones de verano e invierno, buscando el fresco del anochecer o el calor de la lumbre.

Después se acercó a la pequeña placa que identificaba a sus progenitores sobre la tumba familiar paterna. A toda velocidad pasó por su cabeza la vida.

Comprobó que seguía unido a ellos, con la memoria jugando en los parques de Madrid en torno a una pelota y una bicicleta; celebrando las buenas notas o lamentando las asignaturas pendientes; sonriendo ante los primeros y últimos amores; besándonos en cada ida y venida; compartiendo fiestas y las primeras perdidas; haciendo familia hasta que el empleo le mandó lejos. Después, sólo quedaron unos pocos días de reencuentro, que se escapaban conforme el calendario dictaba su sentencia.

Vio después la foto de los cuatro en el mueble del pasillo de la casa a la que no se resistió a ver. Tenía reunión, pero no podía dejar de visitarla.

Allá, protegido por los muros de adobe y un gran tejado que tapaba el sobrado, pasó algunas de sus mejores vacaciones, jalonadas de campo, meriendas, vinos, encierros, amigos y familia. Había que arreglarla. La maleza se había extendido por todo el corral y el baño aparecía repleto de telarañas.

Volvió a llorar cuando, en el retrovisor, vio el último cartel que indicaba Siete Iglesias de Trabancos.

Era su cumpleaños. Se sentía joven, pero todo le indicaba que el tiempo pasa.

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