De cine

Todo mal, a la vez y en todas partes

Todo mal, a la vez y  en todas partes.

Todo mal, a la vez y en todas partes.

Creo estar escribiendo bajo un cielo azul, ya sin los nubarrones de la semana pasada. Si siguen los entresijos del cine sabrán que tras el triunfo de Todo a la vez en todas partes en los Oscar se desató una gran tormenta cinéfila. De un lado se posicionaron aquellos que no comprenden nada y piensan que Hollywood ha perdido definitivamente el norte y, de otro, los que participaron de la fiesta de estos premios, los que admiran y se rinden ante la creatividad de los llamados Daniels.

Yo no he podido pisar los charcos hasta hoy mismo. La película pasó prácticamente inadvertida por Turín y sólo ahora que se ha convertido en obra de culto ha vuelto a los cines de la ciudad. Acudí a la cita con un doble propósito. El primero, como ustedes podrán imaginar, tenía que ver con esos relámpagos que se dibujaron sobre el cielo de California. Aunque sea demasiado tarde, a mí también me gusta sacar los tanques de combate a relucir a la calle. El segundo interés estaba relacionado con el metaverso. A pesar de que fui un estudiante de física bastante mediocre y he olvidado casi todo lo que estudiamos en aquellas mañanas grises, aún conservo una pequeña dignidad científica y siempre que el arte se enfrenta a desafíos de esta naturaleza siento una especie de llamada.

Pero ni la polémica suscitada, ni mis nostalgias universitarias, me impidieron abandonar la sala tras poco menos de una hora de metraje. Durante tamaño suceso (Einstein hablaría de varios años en cautiverio) no entendí absolutamente nada. Esa supuesta comedia disparatada comienza haciendo aguas y sus viajes en el tiempo y sus continuos esfuerzos por distorsionar la realidad no me alejan del apocalipsis cinematográfico. Al final, por mucho que un cierto sector de la crítica se esfuerce, yo no percibo ni rastro de la genialidad que atesoran los Daniels. Me parecen, más bien, una pareja de charlatanes de feria sin fuste y su película está muy cerca de aquellas clases de física cuántica con las que tantas veces quise tirarme por la ventana.

Después de haber padecido semejante bostezo, debo hacer un sobresfuerzo intelectual para asimilar las siete estatuillas y esa larga lista de galardones otorgados a Todo a la vez en todas partes. Pero mucho me temo que no se trata de un caso aislado. Observo que los grandes premios últimamente ensalzan trabajos que van en contra del arte por el que yo me bato en duelo. Sin salirnos de los Oscar, el historial de unos años a esta parte es desolador: Parásitos, Nomadland o CODA. Comparen estos títulos con cualquiera de otra época: Rebeca, Qué verde era mi valle o Casablanca. Y si piensan que en la edad dorada de Hollywood se jugaba en otra liga podemos retroceder tan solo unas cuantas ediciones: Crash, The Artist o Argo. Para mí es más que suficiente para demostrar que la tendencia es a la baja, que hace demasiado que abandonamos el camino de la excelencia y en estos momentos nos preocupan más otros asuntos que nada tienen que ver con la belleza.

La ausencia de los cánones clásicos en Todo a la vez en todas partes se ha sustituido por asiáticos volando por los aires, sangre, confusión, tipos sodomizándose con utensilios puntiagudos o vomitando perritos calientes. Al parecer, los académicos pierden los vuelos con estas banalidades. Sirven las debilidades de la industria para comprender en qué dirección gira nuestro planeta. Si abren bien los ojos y miran hacia cualquier otra disciplina, seguramente se den de bruces con un mundo absurdo y sin fondo, el abismo de la vulgaridad.

Como diría el soldado Marcelo en Hamlet «algo huele a podrido en Dinamarca», que es, en uno de los multiversos posibles, una fórmula poética para describir el estado vital del cine. Lo peor, sin duda, es que nos hemos acostumbrado y nos maravillamos de ello, a la vez y en todas partes.

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