Luces de la ciudad

De puño y letra

Ernesto Pérez Cortijos

Ernesto Pérez Cortijos

Mientras marcaba cantidad y clave en el teclado de un cajero automático, escuchaba involuntariamente y sin interés la conversación de dos hombres situados en el cajero contiguo. Sin embargo, el comentario de uno de ellos sobre la recepción, unos días atrás, de una carta de un familiar lejano, captó mi atención. Qué extraño que en los tiempos en que vivimos de contactos inmediatos y mensajes cortos (redes sociales, correos electrónicos, WhatsApp…) alguien decida dedicar el tiempo necesario a escribir a mano una carta personal, enviarla por correo ordinario y esperar dos o tres días, en el mejor de los casos, a que el destinatario pueda leer su contenido. Me parece algo totalmente impensable en la actualidad, pero al parecer, no está todo perdido, aún quedan románticos.

Esta escucha clandestina me hizo rememorar aquellos años de juventud en los que yo también me veía abocado a escribir cartas como única forma de contacto con familiares, amigos o amores distantes. Bueno, en aquella época ya existían, lógicamente, los teléfonos fijos, pero las llamadas entre provincias costaban un dineral y no digo ya, las internacionales.

Recuerdo el momento de sentarme a escribir una carta como un acto dotado de cierta liturgia, íntimo y enormemente placentero. Disfrutaba sintiendo la punta del bolígrafo deslizarse sobre el papel, creando un conjunto de grafías que comenzaban a dar sentido a mis pensamientos. Los contenidos eran variados según el destinatario, pero sin duda, cuando realmente te abrías en canal y vaciabas el alma era con las cartas de amor. «Mi cuerpo se llena de ti por días y días. Eres el espejo de la noche. La luz violenta de los relámpagos. La humedad de la tierra…», escribió Frida Kahlo en una carta a Diego Rivera.

Y tras enviarlas, aún puedo sentir el sabor amargo en la lengua después de mojar los sellos, a esperar respuesta. Una espera que en ocasiones era tan larga que incluso llegaba a olvidarme de ella. Por tanto, cuando recibía contestación, la alegría era inmensa. Y aunque deseoso por conocer el contenido de aquella misiva, buscaba con paciencia el instante idóneo para dedicarme en cuerpo y alma a su lectura. Como si de un ritual se tratara, rasgaba emocionado el sobre, sacaba y desplegaba con delicadeza las cuartillas, dos o tres, y comenzaba a leer aquellas letras enmarañadas o pulcras, inclinadas o rectas, separadas o juntas, que narraban con sencillez la vida de mis seres queridos. Palabras que nunca permitieron la indiferencia.

Es incuestionable que las cartas han jugado un papel relevante a lo largo de los siglos, tanto, que la carta más antigua conocida es un papiro escrito en el 2200 a. de C. por el faraón Pepi II. Algunas incluso, como las de Marco Antonio a Octavio, Colón a los Reyes Católicos, Napoleón a Josefina o Gandhi a Hitler, entre otras, intentaron o consiguieron cambiar el curso de la historia.

Aunque no pretendo llegar a tanto, me he permitido el placer de escribir una carta de mi puño y letra a un viejo amigo. He comprado un sobre y unos sellos y mañana la echaré al buzón. Solo espero que me responda de igual forma y no lo haga con un frío e impersonal mensaje de WhatsApp, porque tal y como aseguró el escritor y político romano Petronio, «enviar una carta es una excelente manera de trasladarse a otra parte sin mover nada, salvo el corazón».

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