Hay hombres capaces de intervenir en el destino de una mujer. Y, más concretamente, hay un hombre que ha sido capaz de intervenir en mi propio destino. Puedo decir que afortunadamente fue, es y será así, porque por desgracia no todo el mundo disfruta de estos dioses. Con la edad he descubierto que se puede ser independiente económicamente, valerse por sí misma y vivir en otra ciudad con completa libertad, pero al volver a casa y estar arropada con su compañía, no sufro la ansiedad del ‘qué pasará y cómo lo enfrentaré’, porque sea lo que sea él está ahí. Convierte el hogar en un fuerte en el que sentirse a salvo y segura.
No puede ser casualidad que los primeros recuerdos de mi infancia, cuando alguien me pregunta por ellos, sean con él. Y que, para colmo, estos sean los que marquen lo que soy hoy en día.
Eran aquellos esperados domingos, en los que una se levantaba e iba corriendo junto a sus hermanas a la cama de papá y mamá. Nunca hubo un mal despertar, al contrario, los juegos eran incesantes. Solo acababan cuando tocaba prepararse para salir a la calle. De su mano.
La ruta siempre era la misma, pero cada semana tenía un sabor diferente: camino al quiosco. Él compraba su periódico; yo miraba las revistas, aunque mi padre tenía claro cuál acabaría cogiendo. De continuar en el mercado, la seguiría comprando solo por la nostalgia de esos felices domingos de la niñez, cuando las preocupaciones no existían.
Siguiente parada: el parque. Mientras mi hermana y yo competíamos por ver quién alcanzaba la mayor altura en los columpios, mi padre se sentaba al sol, vigilante, pero lector fiel de los diarios, tanto como de los libros (tochos).
Seguramente fue en esos ratos al aire libre cuando comenzó a escribir(se) mi destino. Tan poderosa era y es esa escena para mí, que me resulta imposible olvidar la intensidad de la luz en esos momentos. Es lo que más fuerza cobra en mi recuerdo, casi me deslumbra como un fotograma de El árbol de la vida.
Gracias a él comencé a tener cerca los periódicos y las revistas. Gracias a él comencé a tener siempre cerca un libro. Gracias a él comencé a llevar siempre encima un bolígrafo (porque si algo le fascina, son los bolígrafos). Y así se forjaron mis grandes pasiones, incluida la del cine: no había estreno de Disney al que no nos llevara. Éramos fijos en las salas del Continente, aquel centro comercial mítico de Murcia que desapareció, y no había VHS que faltara en casa.
Compartimos adicciones: el ‘frikismo’ por la papelería, la lectura, el cine y… la curiosidad que me hace disfrutar del trabajo, por suerte. Ya lo dice Jose Coronado en La chica de nieve: “La curiosidad es la base del periodismo”. Y la curiosidad hace también que me guste seguir aprendiendo cosas, como a él. Compartimos demasiado, por eso nadie es capaz de ponernos de acuerdo. Seguramente, no hay nadie con quien discuta tanto como con él (y, por supuesto, nunca nos daremos la razón, lo sabemos), pero es que encima lo hace aposta -y esto lo digo con un tono de rabia-. Rara vez hay motivos para discutir, así que decide pinchar un poco. Siempre con el ojo puesto en mi reacción, a la espera de que salte. Y el muy… lo consigue. Eso sí, cuando él no lo hace, yo asumo ese rol, y logro que entre al trapo. ¡Ja!
Aunque, sin duda alguna, lo que más le agradezco a mi padre, y no tendré vida suficiente para hacerlo como quisiera, es que haya sudado gustosamente y sin quejarse para darme la formación que quería donde quería, por (intentar) darme un futuro. Y por coger el coche y hacerse 400 kilómetros de ida y otros 400 de vuelta cada vez que ‘lo he necesitado’, aun sin ser imprescindible.
Si por esa voluntad que pone fuera, sería una niña mimada que vive en una burbuja, pero a su vez, al haberme ofrecido todo, como estudiar fuera para perseguir mis sueños (por americano que suene) y así poder conocer gente de todas partes o tener que adaptarme a las circunstancias (previstas e imprevistas), me ha forjado en lo personal. Por tanto, eso también es su culpa.
Después de esto puedo decir también que mis grandes amigos, casi mis hermanos, se los debo a él. Mis afectos, los que he recibido y los que he dado, se los debo a él. Mi sensibilidad -heredada- se la debo a él, aunque a veces preferiría no tenerla.
Mi “vive y deja vivir” o el apego familiar que me permitió crecer con la mejor persona del mundo, mi abuela materna (tan madre suya como de la mía), también se lo debo. Ha sabido inculcarlo.
En definitiva, mi enriquecimiento (y no hablo de dinero), se lo debo a él. Y lo mejor de deberle cosas a un padre es que nunca está por la labor de cobrarlas. Lo suyo es una donación hecha con el alma en la que no existe la palabra interés.
Como nunca le digo “te quiero”, primero porque no sé pronunciarlo -únicamente escribirlo- y segundo, porque tenemos nuestros propios códigos, le permito que lo lea de mi puño y letra para que pueda recurrir a este papel cuando lo necesite.
No puedo dejar fuera de todo esto a mi madre, porque los dos siempre han hecho equipo para que la historia se haya dado así. Y en ese sentido, siempre han jugado en Primera División y nunca me han dejado en el banquillo. Sin distinciones entre sus tres hijas. Pero hoy es el Día del Padre. Solo quería decir que un hombre puede ser Dios (al menos, el mío).