San José huele a tracas, cohetes y petardos, los pobres perros tan considerados hoy en día, aúllan ante las fiestas con pólvora y se refugian bajo las faldillas de la mesa de camilla con el brasero eléctrico, ya desconectado del enchufe, a Dios gracias, ante el abuso de las compañías eléctricas. Los días se han vuelto espléndidos, radiantes de luz, ciudades y pueblos festejan la llegada de la primavera. Ellas se despojan de ropa, se dice adiós a medias y camisetas térmicas, a los gruesos jerseys, dando paso a pronunciados escotes que se exhiben en pieles ávidas de sol. Los días se alargan y la Cuaresma impone la penitencia en sus grandes últimos días, que se iniciarán con un Viernes de Dolores que está a la vuelta de la esquina.

Los balcones se abren de par en par dejando ver que las casas con macetas y pájaros son casas con alegría. Sí, las macetas salen al sol al igual que los pájaros pían de alegría ante la llegada de la nueva estación.

La plaza de Belluga se convierte en escaparate de Murcia y allí guiris y menos guiris se solazan ante las viejas piedras de la Catedral y del Palacio Episcopal, en las terrazas que la inundan. Desapareció la fuente que humedecía el ambiente, quedando arrinconada frente al viejo caserón de lo que fuera el Seminario de San Fulgencio. También dejó de existir la parada de galeras y la de taxis donde sentaban sus reales “Colleras”, “Beltrán y “Chirrete”, el mingitorio público e incluso el surtidor de gasolina que abastecía de combustible a los escasos vehículos de aquel pueblo grande que fuera Murcia.

La plaza se impregna de aromas de azahar, embriagando a los turistas del Imserso que siguen fieles a la guía que les muestra el Imafronte. Los extranjeros llegados del frío muestran pantorrillas y hombros en descocados modelos que contrastan con los últimos abrigos del invierno. La plaza aparece concurrida, viva, ante una memoria que echa en falta los paseos de los seminaristas de becas verdes y el trasiego del clero con sotanas en su ir y venir al palacio episcopal. Mirar a Palacio en Belluga es también traer a colación la rehabilitación del mismo y los nombres de Carlos Egea Krauel y de monseñor Ureña. Aquella plaza que fue similar a la de un barrio de Roma con sus muros de los edificios manchados y con desconchones, muros de una vieja Murcia que contrastan con los espantosos edificios que propició el desarrollismo.

Vi mi primera luz en Apóstoles 2, en un desaparecido edificio con espíritu galdosiano, calle que fuera centro neurálgico de la Murcia de los cincuenta. Es ahora, cuando la memoria sustituye a la esperanza, la comparación se hace obligada exigiendo recordar los balcones abiertos del taller de bordados de Ángeles Herrera, el volver a escuchar el canto de los canarios en el taller de niquelados, el ir y venir de la parroquia del hostal-mesón Payvi, a doña Luisa, cuidar con mimo sus macetas ante los brotes de una primavera anunciada, en una Murcia que no cesa de mudar su piel.