Todo por escrito

Choviñismo

Gema Panalés Lorca

Gema Panalés Lorca

Una de las peores peleas que he protagonizado en los últimos meses la tuve con una persona que se encontraba a más de 11.000 kilómetros de distancia. El detonante: una figura retórica. Mi profesora Yang, en Pekín, me corrigió un texto en mandarín y eliminó una frase que, a su entender, no tenía sentido. Yo me enfadé muchísimo: ¿cómo se atrevía? sin esa ironía el diálogo perdía toda la gracia.

Cuando intentamos hablar otro idioma, el mayor problema al que nos enfrentamos no es la gramática ni la pronunciación. Ni siquiera nuestra habilidad auditiva. El gran reto es cambiar nuestra manera de entender el mundo. Tras esa acalorada pelea online entendí que la ironía no existe en chino o, al menos, no como la entendemos nosotros. Y tiene sentido porque, ¿quién querría dar a entender lo contrario de lo que está diciendo, en un lugar en el que nadie dice abiertamente lo que piensa?

El español es un idioma directo y certero, que no esconde nada. Se abre en canal y no se anda con cortesías y matizaciones, como sucede con el inglés. «No hay términos borrosos por donde se pueda huir. Todo se dibuja y limita de la manera más exacta. Un muerto es más muerto en España que en cualquiera otra parte del mundo», reflexionó Federico García Lorca.

El mandarín, por el contrario, es un idioma esquivo y con tendencia hacia la interpretación y la ambigüedad. Los chinos, por ejemplo, utilizan el mismo fonema para referirse a ‘él’, ‘ella’ o ‘ello’ (‘ta’) y no tienen una palabra directa para decir ‘no’: disponen de distintas formas de negación, pero ésta va siempre acompañada de otros términos que amortiguan el golpe.

Lo más inaudito es que el mandarín no tiene tiempos verbales, así que el relato de los acontecimientos viene envuelto en una especie de suspensión temporal, que a mí me deja fuera de juego, un poco como Todo a la vez en todas partes (buena peli, por cierto). Para concretar el momento, el chino tira de partículas y da prioridad a los complementos, pero para un español (con nuestras terminaciones verbales tan inequívocas y ajustadas) es complejo manejarse en esa incertidumbre temporal.

El castellano tiene la precisión de una bala. Puede ser brutal, pero también generoso. Como hablantes, nos exige que mostremos nuestras cartas. Nadie puede hablar la lengua de Cervantes sin entregarse al idioma, sin revelar parte de su alma. Ya lo dijo el emperador Carlos V: «Hablo español a Dios, italiano a las mujeres, francés a los hombres y alemán a mi caballo».

El mito de la torre de Babel (del verbo hebreo ‘balal’, que significa ‘confusión’) pone de manifiesto que nuestra diversidad lingüística es un castigo divino que nos separa de los otros. Lo contrario, compartir una lengua, nos permite empatizar con nuestro interlocutor y tender puentes, encontrando los puntos comunes que tantas veces quedan desdibujados por el desconocimiento y la desconfianza mutua propia de las relaciones humanas y, por extensión, de las naciones.

El filósofo y lingüista Wittgenstein señaló que «allí donde están las fronteras de mi lengua, están los límites de mi mundo». Por eso, deberíamos valorar el (desatendido) vínculo transatlántico del español, cuidar como un preciado legado nuestras relaciones con América Latina y estrechar lazos con nuestros hermanos hispanohablantes. No olvidemos que, gracias a ellos, el castellano es la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes (474,7 millones), solo por detrás del mandarín (929 millones). El español es, sin duda, el mayor patrimonio de nuestro país, nuestro verdadero tesoro público. Fuera lo saben, pero ¿cuándo vamos a darnos cuenta los de dentro?

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